El lavado de manos del Congreso

El lavado de manos del Congreso

Publicado el 13 de abril de 2020

Rosanna close-up
Directora de la oficina de CNE en Washington, D.C.
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Pasadas tres semanas desde que se impusiera un toque de queda por el coronavirus o COVID-19, se nos van acumulando ansiedades y comienza a colarse una claustrofobia casera. Una vez más en Puerto Rico, impera la incertidumbre y nos sentimos, colectivamente, como una gran olla de presión que sigue hinchándose, y que en cualquier momento termina de reventar.

En tan solo 15 años, los puertorriqueños hemos sobrellevado—o más bien, sobrevivido—una secuela de calamidades que parecen sacadas de una película. Allí se cuentan años ininterrumpidos de recesión económica, recetas fallidas de austeridad, una bancarrota histórica, dos huracanes devastadores, crisis energéticas, la emigración de cientos de miles de puertorriqueños, gobiernos quebrados, terremotos, y ahora, por si todo aquello no fuera suficiente, una pandemia que dejará profundas cicatrices en todo el planeta.

Lo que en cualquier otro lugar llamarían circunstancias extremas, en Puerto Rico ya son cotidianas. Hemos tenido que aprender, a duras penas, a convivir a diario con el riesgo; una carga que llevamos todos, pero que pesa mucho más sobre los hombros de los más vulnerables. Nos toca también aguantar ataques estereotipados – que somos “vagos” y “corruptos” – junto con recortes o demoras en ayudas esenciales. Como en tantas otras ocasiones, es muy probable que en esta crisis del COVID-19, sea este el justificante para darle menos ayuda a Puerto Rico que al resto de los Estados Unidos. Mi tarea es asegurarme de que Puerto Rico no quede en el olvido.

Al día de hoy, el gobierno federal ha promulgado tres leyes para contrarrestar los daños económicos y sanitarios provocados por la pandemia. En la primera, la ley pública 116-123, se legislaron $8,300 millones en fondos de emergencia para que las agencias federales estén equipadas para responder a necesidades inmediatas de salud. Con la segunda, la ley pública 116-127, se extendieron licencias por desempleo y por enfermedad. En la tercera y más reciente, la ley pública 116-136, se legisló el paquete de ayudas federales más grande en la historia de los Estados Unidos: más de $2 trillones (o billones) para atajar el profundo impacto económico del COVID-19 y aminorar el impacto de una recesión en ciernes.

En ese tercer paquete se incluyen más de $140,000 millones en asistencia para el departamento de salud federal; más de $15,800 millones para el programa de nutrición federal, $45,000 millones en el programa para desastres de FEMA; $12,400 millones en programas de vivienda federal; y ayudas individuales para familias de ingresos escasos y moderados, que comprenden $1,200 por persona (o $2,400 para parejas casadas), más $500 por niño. Asimismo, la ley ofrece, a pequeños negocios y entidades sin fines de lucro, préstamos con tasas bajas de interés, que, cumpliendo, con ciertas normas, podrían perdonarse, y así convertirse en subvenciones.

Indudablemente, lo anterior es necesario. Pero hará falta más. Mucho más. El Presidente Trump ha extendido los protocolos de distanciamiento social hasta finales de abril, lo que implica que las ayudas que se han extendido hasta la fecha, antes previstas para mediados de abril, no darán abasto. Y mucho menos en Puerto Rico, donde el gobierno emitió directrices de aislamiento al menos una semana antes. El impacto es aún más nefasto si consideramos que Puerto Rico que no tiene acceso igual a todos los programas federales; entre ellos, está el Programa de Asistencia Nutricional Suplementaria (SNAP, por sus siglas en inglés), Medicaid, y el Crédito por Trabajo (EITC, por sus siglas en inglés), y el programa de Seguro de Ingreso Suplementario (SSI, por sus siglas en inglés).

Ante tanta necesidad, es difícil comprender por qué a Puerto Rico se le siguen negando estas ayudas fundamentales.

Por ejemplo, para financiar el Programa de Asistencia Nutricional (mejor como conocido como el PAN), Puerto Rico recibe todos los años una suma fija de dinero del gobierno federal. Pero esa suma está muy por debajo de lo que hace falta para cubrir todas las necesidades alimentarias de las familias que viven bajo los niveles de pobreza. Además, a diferencia del SNAP, el PAN de Puerto Rico no cuenta con mecanismos de emergencia que permitirían aumentar el nivel de beneficios para mitigar el impacto de una crisis. No importa si hay más pobreza o aumenta el desempleo, Puerto Rico depende de que el Congreso apruebe fondos adicionales para poder expandir el PAN en circunstancias críticas. El Congreso sabe esto.

Pasa lo mismo con Medicaid, que también funciona a base de una suma fija de dinero, y que no alcanza, ni de cerca, para cubrir las necesidades de la Isla. Si esa disparidad es severa en tiempos ordinarios, peor es en momentos como este, donde lo que nos aflige es, primeramente, una crisis de salud. El Congreso también sabe esto.

Luego hay programas federales a los que Puerto Rico, sencillamente, no tiene acceso. Uno de ellos es el EITC, medida que pronto cumple medio siglo y que ha sido tremendamente exitosa en combatir la pobreza. Uno de tantos borradores que se redactaron para el tercer paquete de ayudas por el coronavirus incluía mecanismos para que el gobierno federal ayudara a expandir el Crédito por Trabajo que Puerto Rico ha implementado a nivel local. Lamentablemente, el texto que tanto luchamos para que se adoptara se eliminó como parte de las negociaciones. Una vez más, el Congreso estaba al tanto.

Puerto Rico tampoco tiene acceso al SSI, que provee ayuda financiera a personas mayores de 65 años o con discapacidades. El gobierno federal solo brinda a Puerto Rico un sustituto muy inferior que se conoce como el programa de Asistencia Monetaria para Personas de Edad Avanzada, con Ceguera o Discapacidades (AABD, por sus siglas en inglés). Para poner en contexto la disparidad, considere que se ha estimado que Puerto Rico, en 2011, hubiera recibido $1,800 millones por concepto del SSI, pero solo recibió $26 millones mediante el AABD, según un informe de la propia Oficina de Rendición de Cuentas del Gobierno de los Estados Unidos (GAO, por sus siglas en inglés). Como podrán adivinar, el Congreso está consciente de esto.

El Congreso sabe todo esto y más porque llevamos años exigiéndolo.  Por eso, cuando se aproxime un cuarto proyecto de ley para atender al COVID-19, no se puede permitir que los congresistas se laven las manos.  Hay que aprovechar esa oportunidad para recordarles que a Puerto Rico se le debe otorgar mayor acceso a estos programas, que en su diseño incluyen, precisamente, herramientas para emergencias como esta. A eso hay que sumarle importantes peticiones de asistencia económica para nuestros municipios, la eliminación de las trabas que se han impuesto al desembolso de los fondos de reconstrucción, y una exención para Puerto Rico de las leyes de cabotaje que limitan la importación de alimentos y otros suministros vitales.

Las lavadas de mano literales, esas sí son apropiadas, especialmente ahora. Pero las figuradas, esas no. No podemos permitir que el Congreso huya de sus responsabilidades.  Hoy, más que nunca, necesitamos que cumpla con Puerto Rico.

Esta columna se publicó originalmente el 12 de abril en El Nuevo Día.