La oportunidad de una generación para Puerto Rico

La oportunidad de una generación para Puerto Rico

Publicado el 4 de diciembre de 2024 / Read in English

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Director de Política Pública
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Introducción

Al final de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos, junto con un puñado de aliados, emprendió la tarea ardua de establecer un nuevo orden mundial basado en normas para promover la diplomacia internacional y la seguridad multilateral (las Naciones Unidas y la OTAN); restablecer flujos internacionales de capital (el Fondo Monetario Internacional); impulsar la inversión internacional (el Banco Mundial); y fomentar el comercio internacional (el Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio). La creación de estas instituciones, entre otras, fue un largo proceso sujeto a numerosos contratiempos. Sin embargo, a largo plazo fue un gran éxito.

En términos de política interior, la mayoría de las naciones occidentales adoptaron una versión de una economía dirigida o “mixta” con un estado benefactor relativamente abarcador, aplicando políticas industriales para favorecer a los “campeones nacionales”, promoviendo políticas de crecimiento impulsado por las exportaciones e incurriendo en un gasto considerable en defensa e infraestructura. Estas economías mixtas evitaron el “despilfarro de las Grandes Depresiones mediante políticas fiscales y monetarias activistas para mantener la producción cerca de su capacidad, la demanda total cerca del potencial productivo de la economía y el empleo casi al máximo”.[1]

En Estados Unidos, que era algo más reacio a la intervención directa del estado en la economía, el gobierno seguía invirtiendo significativamente en tecnologías de defensa, infraestructuras (el sistema nacional de autopistas, por ejemplo), investigación científica básica, e intervenía indirectamente en el mercado a través de garantías gubernamentales de deudas privadas. Además, si “se añade un sistema fiscal progresivo, los esfuerzos federales y estatales para aumentar el acceso a la educación, una regulación sólida de la economía y políticas fiscales y monetarias expansionistas… se tiene una economía mixta estadounidense que parece diferente de las de Europa continental o Gran Bretaña… pero el conjunto de intervenciones en la economía no es en ningún sentido menor o menos abarcador “.[2]

La era Reagan/Thatcher

Sin embargo, a mediados de la década de 1970, el contrato social de posguerra relativo a la intervención del estado en la economía mediante políticas keynesianas anticíclicas, una regulación amplia de la economía, empresas estatales (sobre todo en Europa), un gran estado benefactor y la “idea del progreso social como proyecto colectivo” se cuestionaba cada vez más. [3]  La combinación de una tasa de inflación y un desempleo elevados, el bajo crecimiento de la productividad, la recesión y el estancamiento económico, el control de precios, la desindustrialización y los malos resultados de las industrias estatales esencialmente “desacreditaron lo que cada vez más se consideraba un enfoque intervencionista de la economía”. [4]

La crisis del orden económico existente, junto con el malestar político generado por la oposición a la guerra de Vietnam, el escándalo Watergate, los conflictos raciales en las ciudades y las expectativas incumplidas de los programas de la Gran Sociedad, generaron una reacción, denominada de diversas maneras “la Dispensación Reagan”, la “Contrarrevolución Reagan-Thatcher”, o el “Orden Neoliberal”.[5]

El modelo neoliberal o Thatcher/Reagan se basaba, al menos a nivel de retórica política, en la privatización, los impuestos bajos, la desregulación, los recortes a la red de seguridad social, los presupuestos balanceados, la liberalización del comercio internacional, la aplicación de “reformas estructurales” muy favorables al mercado, la maximización del “valor para el accionista” y la intervención limitada del gobierno en la economía.

El Presidente Reagan trató de poner en práctica esta visión neoliberal con el apoyo de los partidarios del movimiento conservador, los académicos conservadores y think tanks del área de Washington D.C., que proporcionaron muchas de las ideas políticas planteadas durante la década de 1980. Sin embargo, cuando dejó la presidencia, su legado era ambiguo. Reagan consiguió bajar los impuestos, reducir o eliminar algunos mecanismos reguladores y recortar algunos programas de asistencia social. Pero sus ataques más amplios contra el estado benefactor, el tamaño y el alcance del gobierno de Estados Unidos y el gasto deficitario no tuvieron éxito o fracasaron rotundamente.

Donde el Presidente Reagan sí logró una victoria rotunda fue en el plano del discurso político y los valores sociales. Su visión, en palabras de Mark Lilla, era muy atractiva para la “sociedad relativamente acomodada, hiperindividualizada y suburbanizada en que se había convertido Estados Unidos”. Además, reforzaba la sensación de que “los estadounidenses ya no se necesitaban tanto los unos a los otros ni se debían mucho los unos a los otros”.[6]

El “mercado” se convirtió en la medida de todos los valores sociales. Esta visión también se hizo muy popular en los consejos de administración de las empresas, donde muchos ejecutivos de alto nivel empezaron a predicar las virtudes de Hayek y Friedman, la “eficiencia” de hacer recortes de personal, la subcontratación y la relocalización o “offshoring” de operaciones y, en general, concentrarse en maximizar el “valor para el accionista” a expensas de las obligaciones de las empresas con otras partes interesadas y las comunidades (y la nación) en las que operaban estas empresas.

Globalización a todo vapor

A partir de 1991, las fuerzas de la globalización (el aumento de los flujos transnacionales de bienes, servicios, capitales y personas) cobraron un gran impulso, con la reducción de los costos de transacción asociada al final de la Guerra Fría y las innovaciones cualitativas y cuantitativas en tecnología de la información, transportación y telecomunicaciones, que facilitaron la transferencia de grandes cantidades de capital financiero y flujos de inversión directa de Estados Unidos y otros países a Europa del Este, Rusia (durante algunos años), China e India.

Según Gerstle, sólo durante la década de 1990, las exportaciones de China se quintuplicaron, mientras que el comercio mundial de productos manufacturados se duplicó en la década de 1990 y volvió a duplicarse en la década de 2000. Además, entre 1985 y 2005 aproximadamente, “los flujos de capital como porcentaje de la renta mundial se dispararon hasta casi el 20%, desde menos del 10% a principios del siglo XX”.[7]  En resumen, “el capitalismo se había vuelto agresivamente global de una manera que no había sido desde la Primera Guerra Mundial”.[8] Se puede afirmar con seguridad que el ciclo de globalización se encontraba entonces en un punto álgido.

Sin embargo, hubo un costo. Según algunos estimados, “la competencia de las importaciones procedentes de China entre 1999 y 2011 puede haber costado entre 2 y 2.4 millones de trabajos, lo que equivale aproximadamente a la mitad de las pérdidas reales de empleo en el sector manufacturero durante ese período”. [9]  Esto era en gran medida previsible. Según Richard Freeman, la apertura del antiguo bloque soviético, China e India en la década de 1990 duplicó el tamaño de la reserva mundial de mano de obra, que pasó de aproximadamente 1,460 millones de trabajadores a 2,930 millones.[10]  Este aumento masivo de la mano de obra disponible en todo el mundo inclinó la balanza mundial de poder entre el capital y el trabajo a favor del capital. Las empresas estadounidenses se apresuraron a invertir en el extranjero para aprovechar la mano de obra barata. Esta gran fuga de inversiones provocó que se erosionara la base industrial de Estados Unidos y que muchos trabajadores con salarios bajos perdieran terreno, ya que los salarios reales se estancaron durante décadas.

Durante el periodo aproximadamente entre 1991 y la Gran Recesión de 2007-08, la desigualdad de ingresos y riqueza en Estados Unidos aumentó hasta niveles anteriores a 1930, y “sectores amplios del país se habían quedado desiertos, desconsolados y enfurecidos”.[11]  La crisis financiera de 2008 no hizo sino evidenciar las fracturas existentes en el modelo neoliberal y subrayar la necesidad de una intervención gubernamental masiva, incluyendo tipos de interés extremadamente bajos, y la promulgación del Programa de Alivio de Activos en Problemas y la Ley de Recuperación y Reinversión de Estados Unidos, entre otras medidas. El sueño neoliberal se estaba marchitando.

Las repercusiones desde 2008

Desde la crisis financiera de 2008, críticos tanto de izquierda como de derecha han cuestionado con dureza el modelo Thatcher/Reagan de crecimiento económico. Y varias tendencias están convergiendo actualmente, tanto en todo el mundo como en Puerto Rico, para crear las condiciones para un replanteamiento del proceso de crecimiento económico y desarrollo.

En primer lugar, en retrospectiva, se ha hecho evidente que el modelo Thatcher/Reagan es una tautología. Su lógica interna afirma esencialmente que “la manera de tener una economía como la de Dinamarca es convertirse en Dinamarca”. En otras palabras, sufre de uno de los “conceptos erróneos más comunes de las teorías del desarrollo económico: las ideas equivocadas de que la prosperidad económica sólo puede darse en lugares con un entorno empresarial excelente y que el crecimiento es el resultado de reformas dolorosas y políticamente difíciles”.[12]  De hecho, el reto para los responsables de la formulación de políticas públicas consiste en impulsar el crecimiento económico y el desarrollo precisamente en lugares donde, por definición, no existen las condiciones previas para el éxito o éstas no son óptimas.

En segundo lugar, el enfoque del crecimiento económico basado en el modelo Thatcher/Reagan es ahistórico y no tiene en cuenta las condiciones locales. En palabras del economista Dani Rodrik, favorecía un enfoque simplista de “receta de libro de cocina” del crecimiento económico. Esta limitación ya se puso en evidencia en 2008 en The Growth Report: Strategies for Sustained Growth and Inclusive Development, elaborado por la Comisión sobre Crecimiento y Desarrollo dirigida por el economista ganador del Premio Nobel, Michael Spence.

Si bien la Comisión identificó algunos datos concretos relacionados con el crecimiento sostenido e inclusivo, es decir, el acceso al capital en todas sus formas, la apertura a la economía mundial, la estabilidad macroeconómica, un gasto sólido en innovación, investigación y desarrollo, e instituciones estables, también señaló que:

No conocemos las condiciones suficientes para el crecimiento. Podemos caracterizar las economías de éxito de la posguerra, pero no podemos nombrar con certeza los factores que sellaron su éxito, ni los factores sin los que podrían haber triunfado. Sería preferible que fuera de otro modo. No obstante, los comisionados tienen un sentido agudo de las políticas que probablemente importan, las políticas que marcarán una diferencia material en las posibilidades de un país de mantener un alto crecimiento, aunque no proporcionen una garantía sólida como una roca. No podemos decir que esta lista sea suficiente ni tampoco podemos asegurar que todos los ingredientes sean necesarios… Una lista de ingredientes no es una receta, y nuestra lista no representa una estrategia de crecimiento.[13]

Sin embargo, el modelo Thatcher/Reagan se basaba precisamente en este tipo de fórmula única y en la premisa de que el crecimiento económico no es más que la suma de los efectos agregados de un conjunto dispar de reformas estructurales, que si se aplicaban generarían de algún modo crecimiento en cualquier lugar y en todas partes, independientemente de las condiciones locales, la historia o el marco institucional.

No es sorprendente, entonces, que estas políticas no produjeran el crecimiento generalizado que prometían sus defensores. Por ejemplo, el profesor James K. Galbraith describe la experiencia europea con las reformas estructurales en los siguientes términos:

La economía europea actual deja sin fundamento las afirmaciones de que la “reforma estructural” es la clave del crecimiento. La reforma estructural se ha probado en toda Europa; no ha producido crecimiento en ninguna parte. Es cierto que a menudo no se cumplen las promesas, pero cada vez que se incumplen y no se obtienen resultados, se reclaman más reformas, la verdadera marca del fanatismo. Los gobiernos que siguen cumpliendo lo hacen con cinismo: en Grecia para escapar (sin éxito, hasta el momento) del rescate; en Italia para reforzar la postura negociadora del Sr. Renzi ante la UE. Muy pocos en los países afectados por las reformas estructurales se engañan pensando que funcionarán.[14]

Además, tanto el FMI como la OCDE han llegado también a la conclusión de que las reformas estructurales por el lado de la oferta tienen, en el mejor de los casos, un efecto marginal sobre el crecimiento y, en el peor, ningún efecto o efectos negativos sobre las tasas de crecimiento a medio y largo plazo.[15]

Sin embargo, al profundizar las desigualdades existentes y erosionar la red de seguridad social, los programas de reforma estructural crearon las condiciones para que surgiera una política antisistema que ha alimentado la polarización política y el malestar social que hemos visto en todo el mundo y que se ha articulado en Estados Unidos, concretamente, primero por el Tea Party y los movimientos Occupy Wall Street, y más recientemente, por el populismo conservador del Partido Republicano y por una facción radicalmente progresista dentro del Partido Demócrata.[16]

La reevaluación posterior al COVID

La pandemia mundial de COVID-19 desencadenó una reevaluación del rol del estado en la economía y puso en tela de juicio los beneficios de unas cadenas de suministro excesivamente globalizadas. Muchos hogares (aunque no todos) de las economías altamente desarrolladas lograron escapar a los peores efectos económicos de la pandemia gracias a la oportuna aplicación de un sólido apoyo a la política fiscal y monetaria. Por el lado de la oferta, muchas empresas multinacionales empezaron a considerar la posibilidad de simplificar sus cadenas de suministro y añadirles un nivel de redundancia.

Estas acciones, a su vez, llevaron a muchos gobiernos a reevaluar el funcionamiento de las políticas industriales nacionales, no sólo como parte de la tradicional competencia geopolítica de las grandes potencias, sino también como una forma de garantizar el acceso tanto a los insumos intermedios clave como a los productos finales en caso de una emergencia mundial. La pandemia COVID-19 dejó bien claro que hay problemas que requieren la colaboración del gobierno y el sector privado cuando no basta con dejar que el “mercado haga su magia”. El desarrollo de la vacuna COVID-19 es un buen ejemplo. Otro es la respuesta a los retos del cambio climático.

Desde 2021, Estados Unidos ha empezado a alejarse del dogma neoliberal, ya que el Congreso ha promulgado alrededor de $1,100 billones en gasto directo y aproximadamente $551,000 millones en créditos fiscales para: abordar los desafíos pendientes de la pandemia COVID-19; revitalizar la industria de semiconductores de Estados Unidos; impulsar la economía de energía verde; y modernizar una parte significativa de la infraestructura de Estados Unidos, a través del Plan de Rescate Estadounidense, la Ley CHIPS y de Ciencia, la Ley de Reducción de la Inflación y la Ley Bipartidista de Infraestructura.

La oportunidad para Puerto Rico

Es en este contexto global en el que Puerto Rico enfrenta la próxima etapa de su desarrollo económico. Tras más de 15 años de estancamiento económico, una crisis fiscal y de deuda, la quiebra de su gobierno, los daños causados por los huracanes Irma y María en 2017 y una serie de terremotos que comenzaron en diciembre de 2019, y el dolor infligido por la pandemia del COVID-19, Puerto Rico tiene una oportunidad única en una generación para dar un giro a su economía.

En primer lugar, el proceso de reestructuración de la deuda ha terminado. El Plan de Ajuste certificado proporcionó un alivio significativo de la deuda para la isla al recortar la deuda del Estado Libre Asociado en aproximadamente un 50%. Aún está por verse si la cantidad de quita es suficiente. Lo que está claro es que la viabilidad a medio y largo plazo del Plan depende de que se reactive el crecimiento económico en Puerto Rico.

En segundo lugar, la Administración Biden se ha mostrado dispuesta a desembolsar el dinero (más de $20,000 millones) consignado por el Congreso hace varios años para financiar los esfuerzos de reconstrucción tras los huracanes, lo que permitirá a Puerto Rico renovar significativamente gran parte de su infraestructura física para adaptarla a los estándares del siglo XXI en un plazo relativamente corto (o eso esperamos).

Por último, el giro intelectual y político hacia un estado más activista ofrece a Puerto Rico el espacio político necesario para desarrollar y aplicar soluciones creativas a sus problemas económicos. El ambiente es favorable para el desarrollo y la aplicación de una política industrial cuidadosamente diseñada para Puerto Rico. Aunque varios actores clave han iniciado esfuerzos para estimular el crecimiento en sectores individuales, nadie está analizando el rompecabezas completo. Aquí haríamos bien en seguir el consejo de Michael Spence cuando dijo “no debemos caer en el error de igualar algo útil, como el desarrollo del sector financiero o cualquier otra cosa, con una condición suficiente para el crecimiento”.[17] Sin un enfoque integrado, corremos el riesgo de perder oportunidades clave de coordinación entre sectores, junto con las sinergias duraderas que acompañan a estos esfuerzos.

Del mismo modo, no debemos cometer el error de confundir un conjunto de reformas estructurales bastante dispares y quizás marginalmente efectivas con una estrategia económica. Sencillamente, las reformas estructurales plasmadas en el Plan Fiscal no garantizan que generen el crecimiento económico que Puerto Rico requiere, tanto para aumentar la calidad de vida de su población como para pagar su deuda reestructurada, a menos que se inserten o enmarquen dentro de una estrategia o visión económica más amplia. Lo que Puerto Rico necesita, por lo tanto, es una política industrial.

Nuevas ideas sobre política industrial

En la última década, varios estudiosos han cuestionado el paradigma tradicional de la política industrial, que se limita a actividades relacionadas principalmente con la corrección de fallas del mercado y problemas de coordinación. De hecho, muchos países persiguen un crecimiento “inteligente” impulsado por la innovación, que requiere ciertos tipos de inversiones estratégicas a largo plazo. Mariana Mazzucato, entre otros, sostiene que “tales inversiones requieren políticas públicas que tengan como objetivo crear mercados, en lugar de limitarse a ‘arreglar’ las fallas del mercado (o las fallas del sistema)”. Los países que siguen este camino cuentan con “organismos públicos [que] no sólo reducen el riesgo (“de-risk”) al sector privado, sino que también lideran el camino en términos de configuración y creación de nuevas oportunidades tecnológicas y panoramas de mercado”, al tiempo que encuentran “formas de compartir tanto los riesgos como las recompensas, de modo que el crecimiento ‘inteligente’ impulsado por la innovación también pueda dar lugar a un crecimiento ‘inclusivo’”.[18]

Hace unos años, tuvimos la oportunidad de reunirnos con uno de esos académicos que están replanteando el campo de la política industrial. Robert Devlin era entonces profesor de la Johns Hopkins School of Advanced International Studies y coautor del libro Breeding Latin American Tigers: Operational Principles for Rehabilitating Industrial Policies (CEPAL/Banco Mundial, 2011). En este libro, el profesor Devlin expone un análisis comparativo de las políticas industriales implementadas en Australia, la República Checa, Finlandia, Irlanda, Corea del Sur, Malasia, Nueva Zelanda, Singapur, España y Suecia; identifica principios comunes entre ellas; y propone diversas formas de implementar esos principios en América Latina.

En primer lugar, es importante aclarar que el significado del término “política industrial” se ha ampliado desde principios de la posguerra. Ahora se refiere en general a un grupo de instituciones, programas y organizaciones públicas y privadas que trabajan juntas para lograr una transformación económica en un país o región determinados.

Además, los objetivos de una política industrial moderna no se limitan a promover la transición de una economía agrícola tradicional a una economía industrial moderna basada en la manufactura, sino que busca identificar sectores económicos, por ejemplo, la agricultura de alta tecnología, los servicios avanzados o especializados, o la manufactura sofisticada, en los que un país tiene la oportunidad de crear mayor valor agregado y así generar crecimiento económico, así como nuevos y mejores empleos.

En este sentido, la política industrial moderna puede describirse como un proceso de descubrimiento y aprendizaje continuo que requiere una estrecha colaboración y coordinación entre el sector público, el sector privado, el mundo académico, los sindicatos y otras organizaciones no gubernamentales, con el fin de generar una transformación económica estructural a mediano y largo plazo.

Tres componentes estratégicos

Según Devlin, las políticas industriales eficaces tienen al menos tres elementos en común. En primer lugar, es necesario establecer una visión estratégica nacional a mediano y largo plazo. En segundo lugar, la colaboración efectiva con el sector privado, en sentido amplio, es un elemento crítico. Y tercero, la coherencia en la ejecución de la política industrial a lo largo del tiempo es esencial para el éxito.

El primer componente, la visión estratégica, requiere a su vez un análisis profundo e intelectualmente honesto de la situación económica del país, sus ventajas y desventajas, las áreas de oportunidad y la capacidad de sus instituciones y organizaciones para aprender, colaborar y evolucionar.

Tras realizar este ejercicio de introspección, el objetivo es determinar la orientación estratégica de la política industrial a mediano y largo plazo. Devlin ha catalogado cuatro orientaciones estratégicas, no excluyentes entre sí: (1) la atracción de inversión extranjera directa; (2) la internacionalización de las pequeñas y medianas empresas nacionales; (3) fomentar las exportaciones; y (4) la innovación.

Las capacidades identificadas en la primera parte del análisis determinan la orientación estratégica de la política industrial. Así, vemos que algunos de los diez países analizados por Devlin, como Irlanda y Singapur, decidieron trabajar en las cuatro direcciones estratégicas al mismo tiempo, mientras que otros, como Australia y Suecia, fueron más selectivos y decidieron enfocar sus recursos en sólo una o dos áreas estratégicas.

El segundo elemento – la colaboración con el sector privado – es extremadamente compleja, ya que requiere la capacidad por parte del estado de coordinar iniciativas y programas, en primer lugar, entre los distintos organismos gubernamentales encargados de la política industrial y, en segundo lugar, entre dichos organismos y los actores clave del sector privado.

En Irlanda, por ejemplo, la oficina del primer ministro, coordina este trabajo, con la ayuda de una secretaría permanente, el Consejo Económico y Social Nacional, el Foro Económico y Social Nacional, el Departamento de Empresa, Comercio y Empleo, la organización “Enterprise Ireland”, la Agencia Irlandesa de Desarrollo, Forfás, una especie de think tank gubernamental, y el Consejo Asesor de Ciencia, Tecnología e Innovación, entre otras agencias. Cada una de estas agencias ejecuta una parte del plan de desarrollo socioeconómico que se actualiza cada tres años.

El estado, además, debe tener la capacidad de establecer una relación de colaboración productiva con empresarios, académicos, líderes sindicales y otras organizaciones. La participación de las organizaciones del sector privado es muy importante porque, si bien el estado retiene el poder para implementar políticas públicas, es el sector privado el que tiene el conocimiento y la información sobre el potencial de nuevas oportunidades para el desarrollo económico. Sin embargo, el estado, al tiempo que establece mecanismos de cooperación con el sector privado, también tiene que garantizar el bien común y evitar la cacería de rentas o la captura de las instituciones estatales por parte de actores privados. Ejecutar todas estas funciones es una tarea extremadamente compleja.

Y precisamente, el tercer elemento es la ejecución de la política industrial. Según Devlin, es en esta fase donde muchos gobiernos fracasan catastróficamente. Un país puede diseñar la mejor estrategia económica del mundo, pero si sus instituciones estatales y el sector privado no son capaces de ejecutarla, entonces el esfuerzo no tendrá impacto significativo en la economía.

Una vez más, es necesario pensar en la política industrial como un proceso interactivo de cooperación estratégica entre el sector privado y el gobierno que, por un lado, sirve para obtener información sobre las oportunidades y limitaciones empresariales y, por otro, genera iniciativas políticas en respuesta. El reto consiste en encontrar un término medio para los burócratas gubernamentales entre la autonomía plena y la integración plena en el sector privado. Si se da demasiada autonomía a los burócratas, se minimiza la corrupción, pero no se proporciona lo que el sector privado realmente necesita. Pero si los burócratas se integran demasiado en el sector privado, pueden acabar en el bolsillo de los intereses empresariales y los cazadores de rentas.

Y uno más

Además de los elementos expuestos por Devlin, la implementación de una política industrial exitosa en el siglo XXI requiere que se repartan de manera equitativa tanto los riesgos como las recompensas entre el estado y el sector privado. Según Mazzucato:

Tener una visión de hacia dónde encaminar una economía requiere inversiones directas e indirectas en áreas concretas, no sólo crear las condiciones para el cambio. Deben tomarse decisiones cruciales, cuyos frutos crearán algunos ganadores, pero también muchos perdedores… Esta situación sugiere que es necesario que tales inversiones se realicen con un enfoque de inversión en cartera, en el que parte de las ganancias cubran las pérdidas. En otras palabras, si se espera que el sector público supla la falta de capital riesgo privado destinado a la innovación inicial, al menos debería poder beneficiarse de las ganancias, como hace el capital riesgo privado. De lo contrario, no se podrá garantizar el financiamiento de tales inversiones.[19]

En un entorno económico en el que el gobierno da forma a los mercados, depender únicamente de los ingresos fiscales puede no ser suficiente para financiar continuamente una política industrial dinámica que implica realizar inversiones de alto riesgo, muchas de las cuales probablemente fracasarán. Por lo tanto, como ha sugerido Dani Rodrik, utilizar un enfoque de inversión en cartera para la política industrial significa que el estado debería ser “capaz de obtener una recompensa de las ganancias, con el fin de financiar las pérdidas y la siguiente ronda”. Deben explorarse estos mecanismos directos de generación de beneficios, incluyendo la retención de capital, una parte de los DPI [derechos de propiedad intelectual] y préstamos condicionados a los ingresos”.[20]

Razones para el fracaso

La política industrial puede fracasar por múltiples razones. Por ejemplo, en algunos países puede sobrestimarse la capacidad del estado o del sector privado para aplicar una política industrial en particular. Esta falta de capacidad produce a su vez un desfase entre los objetivos del plan y la realidad económica. Esa brecha, a la larga, se traduce en desconfianza, apatía y escepticismo entre los distintos actores sociales y el gobierno.

En otros países, la causa del fracaso radica en la extrema politización del proceso y en la negación de espacios de participación en el desarrollo de la estrategia a la oposición política o a representantes de otros sectores importantes. Es este déficit de participación el que acaba provocando lo que Devlin denomina el “síndrome de refundación” que se produce cuando un partido político llega al poder y se siente obligado a eliminar todas las iniciativas del gobierno anterior por percibirlas como ilegítimas. Un fenómeno con el que, por desgracia, estamos bastante familiarizados en Puerto Rico.

Por último, el fracaso puede deberse a la falta de un sistema independiente de evaluación y medición de los resultados. En un proceso tan complicado como éste, es inevitable cometer errores o sobreestimar el potencial de un sector económico. Lo importante es identificar el error a tiempo, analizar qué ha ocurrido y por qué, y reorientar rápidamente los recursos hacia otros sectores con mayor potencial. En otras palabras, la clave está en “fallar rápido”.

Objeciones tradicionales en Puerto Rico

Cuando se habla de política industrial en Puerto Rico, surgen inmediatamente dos objeciones, ambas falsas. La primera es que Puerto Rico no tiene el poder político ni los recursos económicos para llevar a cabo una política industrial. De hecho, Puerto Rico lleva décadas negociando acuerdos de inversión con empresas multinacionales y, en cuanto a recursos, el presupuesto consolidado ya destina miles de millones de dólares, tanto en gasto directo como en incentivos fiscales, al “desarrollo económico”. Donde Puerto Rico ha fallado ha sido en establecer vínculos entre el sector extranjero y el nacional, en permitir transferencias efectivas de conocimientos a los productores nacionales y en coordinar eficazmente el gasto público en desarrollo económico, que generalmente se lleva a cabo de forma fragmentada.

La segunda objeción es que el concepto de política industrial es ajeno a la economía política de Estados Unidos. Esta afirmación no podría estar más lejos de la realidad. Desde sus inicios hasta la actualidad, tanto el gobierno federal como muchos estados han aplicado diversos tipos de políticas industriales, bien de manera formal y estructurada, como de manera informal y tácita. Por ejemplo, el 5 de diciembre de 1791, Alexander Hamilton presentó al Congreso su “Informe sobre las manufacturas”, en el que recomendaba una política económica para estimular el crecimiento económico y la industrialización de la recién creada nación y que marcó la política económica estadounidense al menos hasta la Guerra Civil.

Más recientemente, la política industrial estadounidense se ha llevado a cabo a través de diversas agencias, como la NASA, el Departamento de Defensa y los Institutos Nacionales de la Salud. De hecho, muchos avances científicos, desde la creación del Internet y el GPS hasta la investigación básica en biología y química para la producción de medicamentos, han sido financiados o parcialmente subvencionados por el gobierno federal. Por otro lado, a nivel estatal, casi todos los estados, tanto los grandes como Florida y Texas, como los pequeños como Carolina del Sur, han desarrollado políticas industriales para que crezca y se desarrolle la economía del estado y, en algunos casos, de la región circundante.

Conclusión

En resumen, si Puerto Rico realmente desea enderezar el rumbo de su economía, es imperativo diseñar una política industrial moderna que nos coloque a la vanguardia de la actividad económica mundial. El fin de la bancarrota del gobierno; el despliegue total de los esfuerzos de reconstrucción; el fin de la pandemia de COVID-19; y el giro intelectual en apoyo a un estado económicamente más activo, convergen para crear la oportunidad de una generación para que Puerto Rico dé un giro a su economía e inicie un proceso que genere crecimiento económico y desarrollo a largo plazo. Sería una pena desperdiciar esta oportunidad.

Notas al calce

[1] Stephen S. Cohen and J. Bradford DeLong, The End of Influence: What Happens When Other Countries Have the Money, (Basic Books, New York, 2010), p. 36.

[2] Id. en p. 43.

[3] Mark Mazower, Dark Continent: Europe’s Twentieth Century, (Vintage Books, New York, 2000), pp. 327-360.

[4] Martin Wolf, The Crisis of Democratic Capitalism, (Penguin Press, New York, 2023), p. 57.

[5] Utilizo el término neoliberalismo con reserva, ya que se ha definido de muchas maneras, a veces contradictorias, con el paso del tiempo. Ver, por ejemplo, Harold James, The War of Words: A Glossary of Globalization, (Yale University Press, New Haven, 2021), pp. 237-261; Mark Lilla, The Once and Future Liberal: After Identity Politics, (HarperCollins, New York, 2017); Wolf, The Crisis of Democratic Capitalism; Gary Gerstle, The Rise and Fall of the Neoliberal Order: America and the World in the Free Market Era, (Oxford University Press, New York, 2022); y Sebastian Edwards, The Chile Project: The Story of the Chicago Boys and the Downfall of Neoliberalism, (Princeton University Press, Princeton, 2023).

[6] Lilla, The Once and Future Liberal, p. 38.

[7] Michael Weinstein, “Introduction”, Globalization: What’s New? (Columbia University Press, New York, 2005), p. 2.

[8] Gary Gerstle, The Rise and Fall of the Neoliberal Order: America and the World in the Free Market Era, (Oxford University Press, New York, 2022), pp. 145-146.

[9] Wolf, The Crisis of Democratic Capitalism, pp. 141-142.

[10] Richard Freeman, “The Great Doubling: The Challenge of the New Global Labor Market”, en Ending Poverty in America: How to Restore the American Dream, editado por John Edwards, Marion Crain y Arne Kallenberg, (New Press, New York, 2007), p. 55.

[11] Mark Lilla, The Once and Future Liberal: After Identity Politics, (HarperCollins, New York, 2017), p. 52.

[12] Justin Yifu Lin and Célestine Monga, Beating the Odds: Jump-Starting Developing Countries, (Princeton University Press, Princeton, 2017), p. 6.

[13] Commission on Growth and Development, The Growth Report: Strategies for Sustained Growth and Inclusive Development, (Banco Mundial, Washington, DC, 2008), p. 33.

[14] James K. Galbraith, Welcome to the Poisoned Chalice: The Destruction of Greece and the Future of Europe, (Yale University Press, New Haven, 2016), p. 43.

[15] Ver, por ejemplo, Dereck Anderson, Bergljot Barkbu, Luisine Lusinyan, y Dirk Muir, “Assessing the Gains from Structural Reforms for Jobs and Growth” en Jobs and Growth: Supporting the European Recovery, (International Monetary Fund, Washington, DC, 2014); Romain Duval, Davide Furceri, Alexander Hijzen, João Jalles y Sinem Kiliç Celiç, “Time for a Supply-Side Boost? Macroeconomic Effects of Labor and Product Market Reforms in Advanced Economies” en World Economic Outlook (Fondo Monetario Internacional, Washington DC, Abril 2016), p. 103; Luiza Antoun de Almeida y Vybhavi Balasundharam, On the Impact of Structural Reforms on Output and Employment: Evidence from a Cross-country Firm-level Analysis, documento de trabajo de FMI, WP/18/73, Abril 2018, p. 13; y Ana Fontura Gouveia, Silvia Santos y Inês Gonçalves, The Impact of Structural Reforms on Productivity: The Role of the Distance to the Technological Frontier, Documentos de trabajo de la OCDE sobre productividad Núm. 8, Mayo 2017, p. 13.

[16] Ver Jonathan Hopkin, Anti-System Politics: The Crisis of Market Liberalism in Rich Democracies, (Oxford University Press, New York, 2020).

[17] Commission on Growth and Development, p. 33.

[18] Mariana Mazzucato, From Market Fixing to Market Creating: A New Framework for Economic Policy, University of Sussex, Science Policy Research Unit, serie de documentos de trabajo, SWPS 2015-25 (septiembre), p. 1.

[19] Id. at p. 13.

[20] Dani Rodrik, “Green Industrial Policy”, Oxford Review of Economic Policy, Volumen 30, Número 3, 2014, pp. 469–491.