Estación llamando a tierra

Estación llamando a tierra

Publicado el 11 de octubre de 2011

Deepak portrait
Investigador
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Ha sido un proceso bastante accidentado e inconsistente, pero poco a poco voy entendiendo mejor cómo funciona el complicado sector agrícola y sus contribuciones al bienestar socioeconómico. Aunque soy el principal responsable de mis descuidos intelectuales, comparto la culpa de mi desconocimiento con los arquitectos del desarrollo isleño, quienes se ha dedicado a definir y armar un discurso sobre el progreso con un vocabulario muy limitado y miope.

En Puerto Rico se vivió de la tierra por cientos de años, pero el proselitismo industrial de mediados del Siglo XX logró que se dejara abandonado ese camino mientras se manufacturaba un despegue económico. Marcado por la explotación laboral severa, los privilegios del capital azucarero, la pobreza y el descontrol en la tenencia de tierras, entre otras realidades infames, el sector agrícola se convirtió en el chivo expiatorio de un proyecto nacional modernizador que buscaba un borrón y cuenta nueva. A pesar de que los padres del Estado Libre Asociado pensaron momentáneamente en un proyecto de renovación agrícola como punta de lanza, la idea sucumbió ante un cálculo sencillo: éramos muchísimos en una isla relativamente pequeña; lo que generaría la tierra no sería suficiente para echar hacia adelante.

El resto de la historia es bastante conocida. Las nuevas políticas económicas liberaron al jíbaro del Valle de Collores. Algunos encaminaron sus jaquitas hacia San Juan, mientras otros dejaban sus conucos para sembrar en Pensilvania o hasta en Hawái. En poco tiempo, pasamos del cañaveral a la fábrica y se armó un andamiaje gubernamental y una burocracia que se encargó de poner manos a la obra en diversas industrias. El impacto de los cambios fue notable: del 1940 al 1980, la proporción de tierras dedicadas a la gestión agraria decreció de un 80 a un 35 porciento. Hoy en día, la contribución de la agricultura al ingreso nacional es mísera. Al igual que el coquí dorado cayeyano, el agricultor boricua podría considerarse una especie en peligro de extinción.

No obstante, durante los pasados años se ha gestado una especie de renacimiento agrario con la ayuda de diversos actores que desafían el abandono del sector público mientras crean múltiples redes de apoyo y se abanderan con un enfoque ecológico. Aquellos que he conocido, demuestran una pasión sorprendente cuando hablan sobre la siembra y lo que producen. Poseen un perfil interesante que rompe con la imagen bucólica tradicional: son jóvenes, tienen grados universitarios y muchas son mujeres. Su discurso dista mucho de ser una prédica ecoguerrillera o un sermón retrógrado de culto inspirado en una ética hippie. Más bien, tienen los pies y las manos en contacto firme con la tierra, y conocen muy bien lo que sucede en el ámbito económico, empresarial y alimentario. Al ser abordados sobre su pasión, explican con seriedad y preocupación las repercusiones de vivir en un país donde la gran mayoría de lo que comemos cruza fronteras nacionales y viaja largas distancias: el alto costo de la comida, la carencia de productos frescos y libres de químicos, y los peligros de ingerir alimentos genéticamente alterados que puedan sobrevivir los brincos del bote.

El éxito agrícola en Puerto Rico es sumamente elusivo y depende de muchos factores: las plagas, los diluvios, la sequía, la fertilidad del suelo, la sobreproducción y los mecanismos de distribución, entre muchos otros. Algunos países, los más sensatos, reconocen estas complicaciones, desarrollan planes y programas que minimizan riesgos mientras ayudan en la coordinación de actividades e insumos. En algunos casos, promueven investigaciones agrícolas en las universidades y llevan ese conocimiento a las fincas a través de los programas de extensión agrícola. En vez de privatizar las mejores prácticas, las socializan para convertir el conocimiento en un verdadero bien público. Esto ocurrió en Puerto Rico hace mucho tiempo y hasta se exportaron tecnologías agrícolas a otras partes del mundo. Lamentablemente, el cuadro contemporáneo es muy distinto. Existen subsidios, extensionistas y buenos programas universitarios de agronomía, pero las políticas e iniciativas gubernamentales carecen de un diseño apropiado. Además, los agricultores ecológicos, que en su gran mayoría no se suscriben a las prácticas tradicionales, encuentran poca ayuda y muchas trabas en los esfuerzos públicos.

Sabiendo que el Estado abona poco a su causa, y sin esperar que algún burócrata iluminado les tienda la mano, los agricultores artesanales y orgánicos que lideran la renovación se han dado a la tarea de crear sus propias redes de apoyo y coordinación. Se comunican por correo electrónico, escriben y colocan videos en blogs, publican revistas, visitan fincas, organizan mercados en plazas públicas y brigadas de siembra. También cuentan con un Departamento de la Comida, que se encarga de la venta y distribución de alimentos al detal, y el Certificado Ecológico Boricuá, que sirve como una alternativa autóctona para la designación orgánica federal. A través de estos y otros mecanismos, comparten semillas, ideas y soluciones a problemas técnicos y de acción colectiva. Al igual que los agricultores tradicionales, les interesa producir ganancias, pero también buscan democratizar su oficio. Entre sus ideales está promover siembras en terrazas y áreas vecinales, y lograr que los del patio preparen comidas más sanas con lo que ellos y otros cosechan aquí.

La critica más severa viene por el bolsillo: la comida que producen los ecológicos y otros agricultores locales es más cara. No le sale a cuentas al ciudadano de a pie. Es verdad, el cálculo matemático sencillo apoya a los detractores, ¿pero acaso hemos tomado en consideración los incentivos contributivos locales otorgados a compañías que producen transgénicos en Puerto Rico; aquellas que controlan muchos mercados internacionales de semillas y pesticidas? Computen eso. Añádanle a la ecuación los subsidios a los agricultores industriales en los EEUU, y los gastos médicos al tesoro público que traerá la nueva política estatal que permite el uso de la tarjeta del PAN en los timbiriches de comida rápida. Al final de cuentas, queda claro que el camino que tomamos desde mediados del siglo pasado nos sacó de órbita, muy lejos de nuestra tierra.

Esta columna fue publicada originalmente en El Vocero el 11 de octubre de 2011.