Las claves políticas para resolver la crisis

Las claves políticas para resolver la crisis

Publicado el 9 de agosto de 2015

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Director de Investigación
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La admisión oficial de que el gobierno no puede pagar sus deudas ha desatado un interés algo morboso entre los medios locales e internacionales y una igual fascinación entre viejos y nuevos expertos. Ciudadanos de a pie e intelectuales se han convertido en espectadores y críticos de nuestra versión de la tragedia griega. La idea de que una crisis crea espacios para intentar soluciones osadas y que desaprovecharla es un pecado capital se ha convertido en una máxima popular y en una estrategia del arte de gobernar en nuestros tiempos.

Aprovechando el dramatismo que acompaña cualquier “momento clave”, durante las pasadas semanas hemos sido testigos de una singular avalancha de datos, opiniones, discursos, propuestas de futuro y frases trilladas que buscan describir y atajar la gran “espiral de muerte” que es nuestra crisis fiscal. Además de una buena dosis de clisés e histrionismo, hoy contamos con numerosas recetas, de diversas tendencias ideológicas, para intentar atender nuestros malestares. No obstante, todavía estamos lejos de identificar un tratamiento efectivo para nuestros padecimientos.

Carecemos de un mapa de ruta sensato y creíble por varias razones. Primero, nos han intentado convencer, utilizando un lenguaje burdo y simplón, casi de cartilla fonética, de que el meollo del desbarajuste fiscal se entiende con “matemática pura” y no utilizando un crisol político. El argumento consiste en que Puerto Rico no puede pagar sus deudas porque luego de sumar lo que entra a las arcas públicas, restar los gastos corrientes y lo que se debe, no queda suficiente para mantener corriendo la maquinaria del estado. El intento de vender esta lógica pragmática pero falsa es entendible, pues busca simplificar el carácter complejo de la situación en la que nos encontramos para abrirle paso a una serie de soluciones que aparenten ser sencillas, fríamente calculadas.

Por otro lado, e íntimamente ligado al razonamiento previo, está el afán por vendernos el paquete de soluciones a la crisis como uno derivado de ejercicios técnicos, desligados de las banalidades partidistas de cada día y los chanchullos de rigor. Así las cosas, atrás quedarían los días del despilfarro y la bayoya; ahora comenzaría una nueva era de reorganización gubernamental, donde, en teoría, un empleado tendría que saber y tener suficiente juego de piernas para atender una petición de exención contributiva o una inscripción en el Programa de Asistencia Nutricional (PAN).

Aunque buscan ser atractivas y lógicas, estas maneras de entender y atender la crisis resultan inadecuadas. Luego de que salió el informe Krueger, el mismo que inspiró el libreto de la “matemática pura”, apareció otro estudio, escrito por economistas con similar pedigrí, que esboza argumentos contradictorios. ¿En qué quedamos? Además, desde el 1949 se han presentado seis informes distintos que esbozan maneras de reorganizar la Rama Ejecutiva del país. ¿Por qué no se han materializado transformaciones significativas?

Los administradores de turno parecen haber olvidado que este es un pueblo aguzado que maneja el discurso gubernamental con escepticismo, y que entiende bien que detrás de muchas de estas decisiones hay serias consideraciones políticas e ideológicas. Lejos de hacerle frente al asunto, y reconocer que muchos de nuestros problemas tienen raíces profundas, los gobernantes pretenden vendernos propuestas y eslóganes trillados que evaden la madeja de arreglos y pactos que conforman nuestro panorama socioeconómico.

Detrás de las decisiones del gasto público, y de cómo se organiza la burocracia, entre otros aspectos del quehacer estatal, hay un largo historial de tratos preferenciales, patrocinios partidistas, torceduras de brazos y algunas victorias gestadas por luchas cívicas. Estas son algunas manifestaciones de cómo se relaciona el estado con la sociedad, y son precisamente estas interacciones las que se deben tomar en cuenta a la hora de plantear posibles reestructuraciones que tengan un verdadero impacto sistémico.

Más que una crisis fiscal, nos enfrentamos al total desgaste del paradigma de desarrollo que se articuló durante los últimos años de la década de los cuarenta y que nos hemos dedicado a remendar continuamente y con poco éxito. Según nos explican los importantes textos económicos de James Dietz y Francisco Catalá, los elementos básicos de nuestro armazón septuagenario y esclerótico son: incentivos contributivos para atraer capital foráneo, emigración y transferencias económicas para atender la falta de empleos y las necesidades de los más pobres, aumentos en el empleo público para armar una clase media consumista y cultivar una base fiel al bipartidismo, y la expansión de la deuda pública para atender las insuficiencias del modelo y tratar de mantenerlo a flote. Además de definir nuestra forma de hacer desarrollo, cada una de estas estrategias ha servido para realizar amarres con diversos grupos: colaboradores que se benefician de una relación particular y desigual con el estado.

Echarle mano al problema estructural va a requerir mucho más que campañas mediáticas y planes hechos a la carrera por consultores costosos. Entre otras cosas, va a ser necesario identificar qué hemos aprendido durante las siete décadas de Manos a la Obra, descubrir los escollos que han contribuido a nuestro prolongado estancamiento económico, definir estrategias precisas que nos sirvan para aprovechar las aptitudes locales y, más importante aún, reescribir las reglas del juego para, poco a poco, desenmarañar los nefastos legados de busconería que han contribuido a nuestra extensa debacle. Este ejercicio tomará tiempo, y requerirá paciencia y osadía pues implica transformar el andamiaje institucional de nuestra economía. También será necesario que se enmarque en debates serios entre diversos grupos con visiones e ideologías distintas, pero que entienden claramente la necesidad de dar al traste con los lavados de cara y las cosas como eran. Ciertamente, algunos se opondrán, especialmente aquellos que se han beneficiado por largo tiempo del statu quo o el “business as usual”.

Si verdaderamente queremos aprovechar esta crisis, tenemos que estar dispuestos a abrirles paso a otras formas de articular políticas económicas y a romper con el parcheo pusilánime y los paños tibios. Setenta años es demasiado tiempo para seguir por una ruta que ya sabemos que termina en el desbarrancadero.

 

Esta columna fue publicada originalmente en El Nuevo Día el 9 de agosto de 2015.