Catedrales
Publicado el 5 de agosto de 2012
Director de Política Pública
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Hace ya un tiempo tuve la oportunidad de leer The Gothic Enterprise: A Guide to Understanding the Medieval Cathedral (University of California Press, 2005) por Robert Scott, profesor de la Universidad de Stanford. En su libro el profesor Scott analiza las fuerzas culturales, sociales, económicas, políticas, y religiosas que se conjugaron en Europa durante los siglos 12 y 13 y que propiciaron la construcción de las grandes catedrales góticas.
A nosotros en el siglo 21 se nos hace difícil comprender la magnitud de los esfuerzos que fueron necesarios para construir estas monumentales estructuras hace 800 años. Toneladas de madera, piedra, hierro, plomo, arena, y cal tenían que ser extraídas de la tierra y transportadas al lugar de la construcción, donde posteriormente serían transformadas en una gigantesca obra de arte. Los directores del proyecto también tenían que reclutar un gran número de obreros diestros para cortar la piedra, hacer los trabajos de albañilería, y grabar y teñir los vitrales que eventualmente adornarían las enormes ventanas. Era necesario igualmente conseguir cientos, tal vez miles, de obreros no-diestros, que tenían que ser entrenados, supervisados, y recompensados, para llevar a cabo el oneroso proceso de construcción de acuerdo con las instrucciones del maestro de la obra.
Debemos recordar además que los constructores de las catedrales en el periodo gótico deseaban crear edificios cuyos interiores estuvieran inundados de la luz del sol. Para lograr ese efecto era necesario utilizar elementos arquitectónicos, tales como arcos, bóvedas y contrafuertes, de una manera innovadora para redistribuir la carga estructural. Esa redistribución permitía abrir enormes ventanas en las paredes laterales sin que el edificio se derrumbara.
Además de los retos técnicos, era común que la construcción de una catedral gótica, desde el comienzo del proyecto hasta la terminación de todas, o por lo menos la mayoría, de sus partes constituyentes, durara más de dos siglos. De hecho, de acuerdo con el profesor Scott, la construcción de una catedral gótica en Inglaterra duraba, en promedio, entre 250 y 300 años desde el momento en que comenzaba la construcción, o la renovación en el estilo gótico, hasta la conclusión de las obras sustantivas de construcción. Más aún, debido a problemas técnicos, financieros, y políticos la actividad de construcción se podía paralizar por años. Así, pues, construir la catedral de Canterbury tomó 343 años, pero las obras de construcción estuvieron activas solamente durante 161 años. La construcción de estas magníficas estructuras requería que la comunidad de la diócesis se comprometiera de lleno con un proceso que podía durar siglos, esto en una época cuando las condiciones de vida eran difíciles, por no decir precarias, y en ocasiones verdaderamente aterradoras.
¿Qué motivó a esta gente, viviendo en esas condiciones, a emprender estos complicados proyectos de construcción? Los historiadores han ofrecido una gama de explicaciones políticas, culturales, y sociales, pero la mayoría está de acuerdo en que la unidad de propósito necesaria para llevar a cabo estos proyectos era esencialmente de naturaleza religiosa. Estaban motivados por la creencia de que las catedrales, con su armonía arquitectónica, impresionante iluminación, y perfección estética eran literalmente una representación terrenal del paraíso celestial en el más allá. Henry Adams articula concisamente la fuerza de esas creencias cuando nos dice en su autobiografía que la conjunción de todo el poder económico, político, y mecánico del mundo, no podría, como la Virgen, construir la catedral de Chartres.
Hay varias lecciones para Puerto Rico en el trabajo y la perseverancia de esos campesinos analfabetos, enfermizos, y desnutridos, que encontraron la fortaleza para trabajar día tras día en una obra que muchos sabían no vivirían para ver terminada. Si ellos pudieron emprender y proseguir hasta su conclusión estas majestuosas obras de arte, trabajando en las condiciones más arduas y difíciles imaginables, ¿podrán los puertorriqueños encontrar la unidad de propósito necesaria para darle marcha atrás al deterioro social, económico, y político que hemos vivido en tiempos recientes? Los puertorriqueños ciertamente tenemos la educación y el talento para hacerlo. Nos falta, sin embargo, el ingrediente clave, la convicción de que vale la pena trabajar por algo que es más noble, y que trasciende, nuestros triviales e insignificantes intereses individuales.
Parte de mi trabajo en el Centro para la Nueva Economía consiste en hacer presentaciones sobre la situación socioeconómica de Puerto Rico a diversos grupos de la sociedad civil. Cada vez que le digo a una de estas audiencias que Puerto Rico necesita un esfuerzo sostenido de entre 10 y 15 años para colocarse entre las mejores economías emergentes, la respuesta, inevitablemente, es que “hacer eso en Puerto Rico es imposible.”
Confieso que hace cinco o seis años mi contestación a esa aseveración era una bastante optimista. Hoy, después de haber visto desplomarse la actividad económica, el ingreso, y el empleo en Puerto Rico, mientras los políticos no hacen nada más que echarse la culpa los unos a los otros y el sector privado se concentra en una febril e inútil búsqueda de prebendas gubernamentales, no estoy tan seguro.
Sospecho, sin embargo, que todavía es temprano para rendirse. Ha llegado, tal vez, la hora de emprender nuestra propia versión de la catedral gótica. Ahora bien, tenemos que comenzar pronto. Como dijera Winston Churchill en uno de los momentos más oscuros, y difíciles, de la historia europea: “Come then—let us to the task, to the battle and the toil—each to our part, each to our station….Let us go forward together in all parts of the land. There is not a week, nor a day, nor an hour to be lost.”
Este artículo se publicó originalmente en El Nuevo Día el 5 de agosto de 2012.