Pensar como una montaña

Pensar como una montaña

Publicado el 2 de junio de 2013

Sergio portrait
Director de Política Pública
COMPARTA

Todo comienza con un aullido, ronco y profundo, que rueda montaña abajo, y su eco se pierde en la lejana oscuridad de la noche. Un sonido ancestral que ha sembrado un terror punzante en los corazones humanos desde tiempos inmemoriales. Nos dice Aldo Leopold, en su ensayo Pensar como una Montaña, que “toda cosa viviente, y tal vez alguna que otra muerta también, le presta atención a ese cantico desafiante, salvaje, y lleno de desprecio por todas las adversidades de este mundo:

Para el ciervo es un memento mori…para el coyote la promesa de futuras piezas escogidas, para el vaquero una amenaza de números rojos en el banco, para el cazador el desafío del colmillo contra la bala. Pero detrás de estas esperanzas y temores obvios, inmediatos, subyace un sentido más profundo, que solo conoce la montaña misma. Solo la montaña ha vivido el tiempo suficiente para escuchar con objetividad el aullido de un lobo”.

Aldo Leopold aprendió esa lección el día en que vio morir a un lobo. Un día, él y sus colegas del Servicio Forestal avistaron una manada de lobos cruzando un río. Como era de esperarse, dadas las prácticas de aquel tiempo, tomaron sus rifles y comenzaron a disparar. Al terminar habían herido de muerte a una loba y a uno de sus cachorros.

Entonces ocurrió algo que Leopold no olvidaría nunca jamás:

“Llegamos junto a la vieja loba a tiempo para ver un fiero fuego verde muriendo en sus ojos. Entonces observé -y desde entonces lo he sabido siempre- que había algo nuevo para mí en aquellos ojos, algo que solamente sabían ella y la montaña…pensaba que porque menos lobos significaba más ciervos, ningún lobo representaría el paraíso de los cazadores. Pero tras ver extinguirse aquel fuego verde, sentí que ni la loba ni la montaña compartían mi punto de vista”.

Leopold vivió para ver cómo estado tras estado implementaba programas para eliminar la población de lobos. Y se dio cuenta de que las laderas de muchas montañas en áreas donde los lobos habían sido eliminados estaban totalmente deforestadas desde el suelo hasta la altura de una silla de montar caballo. La eliminación sistemática de los lobos, lo que parecía una buena idea desde la perspectiva a corto plazo de los seres humanos, y llevada a cabo ostensiblemente para la protección de los ciervos, había terminado causando tres tipos de daños ecológicos diferentes: la casi-extinción de algunas especies de lobo a manos de cazadores, la erosión del terreno debido a la deforestación causada por el exceso de ciervos, y la eventual muerte de cientos, sino miles, de ciervos a causa de la falta de alimento.

Es por eso que al analizar cualquier política ambiental es necesario pensar ecológicamente, a largo plazo, como la montaña. Ya que, así como los ciervos viven con miedo mortal de los lobos, así la montaña vive con miedo mortal de los ciervos.

La lección es que andemos con cuidado. En el plano ecológico, los costos y beneficios asociados con una intervención de política pública no son el producto, necesariamente, de procesos lineales, y éstos podrían manifestarse en subsistemas ecológicos de jerarquías y escala diferentes, así como en distintos planos temporales.

En términos filosóficos, Leopold desarrolló un argumento deontológico a favor de la conservación ambiental. Cada planta y especie animal tiene un valor intrínseco y por tanto tiene el derecho a existir simplemente por virtud de pertenecer a la comunidad biótica, incluyendo a los depredadores como los lobos. Este principio es la base de su ética de la tierra.

Leopold nos invita a “examinar cada cuestión en términos de lo que es ética y estéticamente correcto, además de lo que es económicamente conveniente. Una cosa es buena cuando tiende a preservar la integridad, estabilidad y belleza de la comunidad biótica. Es mala cuando tiende a lo contrario”.

Al exponer su ética de la tierra de esta manera, Leopold deja la puerta abierta para encontrar puntos de convergencia entre la economía, la filosofía, y la ecología. De hecho, algunas personas que han estudiado el pensamiento de Leopold han concluido que él, fundamentalmente, creía en lo que llamaba la “hipótesis de la convergencia entre los intereses humanos y los intereses del mundo natural”.

Y aquí en Puerto Rico ¿es posible aplicar la ética de la tierra? Basta con leer los periódicos para darnos cuenta de que vivimos en un lugar donde existe muy poco respeto por la vida humana, y menos aún, por los animales y las plantas. Sobre el respeto a la tierra y los cuerpos de agua ni hablar. La filosofía prevaleciente es la de un utilitarismo nada sofisticado, más bien vulgar y despiadado. La visión que tenemos del progreso es una simplista y casi infantil que data de los años cincuenta: mientras más carreteras, cemento y varilla, mejor. Irónicamente, y salvando la distancia necesaria, no muy diferente a la de Stalin en la década del 30 y los 40.

Necesitamos crear un leguaje, un vocabulario, una gramática nueva para entablar un diálogo con nuestro medio ambiente. Esto implica un cambio radical en nuestra sensibilidad ambiental.

Esa era la sensibilidad de Aldo Leopold cuando escribió que:

“Existe en estas colinas una música que no es perceptible por todos. Para escucharla, aunque sea solo unas notas, tienes que haber vivido aquí mucho tiempo y conocer el idioma de las colinas y los ríos. Durante una noche callada, cuando la fogata del campamento haya bajado de intensidad y las estrellas aparecen por encima del borde de las colinas rocosas, siéntate calladamente y escucha el aullido del lobo…entonces la podrás escuchar -una inmensa armonía pulsante- su partitura inscrita en miles de colinas, sus notas las vidas y muertes de las plantas y los animales, su ritmos difundiéndose por segundos y siglos.”

¿Tendremos en Puerto Rico la sensibilidad necesaria para escuchar esa melodía ancestral?

Esta columna se publicó originalmente en el diario El Nuevo Día el 2 de junio de 2013.