Una tradición tributaria fatídica

Una tradición tributaria fatídica

Publicado el 16 de junio de 2013

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Director de Investigación
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Aunque sea difícil creerlo, especialmente en estos tiempos de desorden y desasosiego socioeconómico, hace un tiempo atrás Puerto Rico fue un ejemplo a seguir para varios países que buscaban una ruta hacia el desarrollo. Según las memorias de la vieja guardia, en el ápice de la Guerra Fría las transformaciones de la isla servían como antídoto contra la amenaza comunista, pues demostraban que también bajo el capitalismo salvaje se podían registrar giros positivos en el porvenir de territorios afligidos. En aquel entonces, investigadores, burócratas y diplomáticos se daban la vuelta por nuestras costas para aprender de nuestra experiencia, confiados de que algo bueno se estaba cuajando en nuestro terruño.

Entre los que nos visitaban también se encontraban consultores y académicos norteamericanos interesados en comprobar hipótesis y realizar experimentos sociales que arrojasen luz sobre las técnicas más eficientes para modernizar sociedades atrasadas y arrasadas por el colonialismo de viejo cuño. Economistas de renombre como John Kenneth Galbraith y Arthur Lewis—que definieron los debates modernos sobre la idea del desarrollo—rondaban por los pasillos de la Universidad de Puerto Rico, y entidades como la International Basic Economy Corporation (IBEC) enviaban especialistas dispuestos a ofrecer consejos y descifrar soluciones. Debidamente documentadas, las experiencias tropicales llenaron revistas especializadas e informes técnicos que luego sirvieron para articular prácticas a seguir.

Para más o menos la misma época, los irlandeses buscaban descifrar el camino para reconstruir su economía luego de la Segunda Guerra Mundial.  Aprovechando la coyuntura histórica, y los fondos estadounidenses del plan de reconstrucción europea, comisionaron un estudio para descifrar cómo dar el salto de una economía ganadera hacia la industrialización. El informe, titulado Industrial Potentials of Ireland: An Appraisal fue redactado por IBEC Technical Services y se presentó el mismo año que nació el Estado Libre Asociado. Dirigido a los líderes políticos y tecnócratas gubernamentales, en un centenar de páginas el texto resumió los escollos económicos y planteó una serie de recomendaciones precisas para aprovechar los activos de un país que no había logrado definir un camino claro hacia el progreso. El gobierno no asumía un rol activo en la promoción y dirección industrial, y carecía de los incentivos para fomentar la inversión empresarial. Irlanda enfrentaba un problema de identidad crítico: no eran suficientemente socialistas y tampoco decididamente capitalistas. Según los consultores, además de calibrar mejor sus políticas públicas, tenían que aprovechar su capacidad ganadera para generar divisas y levantar el capital necesario que les ayudase a fomentar la manufactura.

Interesantemente, en el capítulo final del informe, casi escondido entre párrafos precisos y llenos de sugerencias, aparece un ejemplo que resultó ser revelador y eventualmente controversial: Puerto Rico. En media página, los especialistas de IBEC reseñaron cómo la isla había logrado atraer compañías del norte y erigir un enclave de manufactura liviana aprovechándose de su relación con Estados Unidos, la disponibilidad de mano de obra barata y tasas contributivas competitivas. Aunque no era una pieza clave del análisis, el caso caribeño caló hondo en la imaginación de los celtas y el modelo boricua se convirtió en el paradigma, especialmente el asunto de las tasas contributivas.

A Irlanda le tomó tiempo salir del atolladero económico de la posguerra mientras Puerto Rico lució como el galán de la telenovela hasta mediados de los setenta. No obstante, con el pasar del tiempo y gracias a la creciente globalización de la actividad comercial, la receta isleña de Manos a la Obra pasó a ser plato de segunda mesa. Tratando de mantenernos a flote, volvimos a la carga con los beneficios tributarios bajo la Sección 936, pero teníamos rivales. Como buenos aprendices, los irlandeses elaboraron su propio esquema y competían con Puerto Rico por la atención y los negocios de las compañías multinacionales.

Ya para los ochenta, una empresa de vanguardia, que eventualmente retó a sus consumidores a “think differently”, ideó una estrategia que se aprovechaba de las ventajas impositivas en Irlanda, y en otras jurisdicciones, para evadir su responsabilidad contributiva descaradamente pero dentro del marco de la ley. Utilizando un arreglo abusivo conocido como un “Irish Double with a Dutch Sandwich”—que suena más a fenómeno gastronómico que esquema legal— Apple Inc. logró prescindir del pago de billones de dólares anuales en impuestos a Estados Unidos, según una investigación reciente del Senado norteamericano. Al igual que en los noventa, cuando nos acusaron de promover el mantengo corporativo y tumbaron el racket de las 936, los legisladores americanos andan buscando corregir resquicios legales. Más que un asunto fiscal, la evasión burda de Apple se discute como una cuestión moral: lo que ellos dejan de pagar, lo cubren los ciudadanos de a pie que no cuentan con contables creativos, y a duras penas hacen de tripas corazones.

Nuestro anquilosado modelo de atracción de capital foráneo, basado en la evasión y la negociación de tasas preferenciales—que corrió como la pólvora  y lamentablemente nos convirtió en trend setters de dudosa reputación—no tenía como norte el resquebrajamiento de la relación entre el Estado y la sociedad, a pesar de sus resultados perniciosos. Según algunos teóricos, la clave de esta táctica es el aprendizaje. La persuasión de compañías globales debió redundar en nuevos conocimientos, eslabonamientos y oportunidades para mejorar las capacidades locales. Se supone que luego de sobre 60 años rogando y dándolo todo para captar inversiones, hayamos acumulado las destrezas necesarias para armar un robusto enclave manufacturero autóctono. Sin embargo, esta no es nuestra realidad industrial, aunque contamos con numerosos profesionales diestros que resuelven problemas y asesoran fábricas por el mundo entero. Por otro lado, muchos de los países que siguieron la ruta que trazamos en la posguerra aprendieron a manufacturar oportunidades que hoy no están a nuestro alcance.

Ante este cuadro, vale la pena cuestionarse por qué seguimos persiguiendo la misma táctica esperando un resultado distinto. Si bien en una época fuimos vanguardia, hoy lo que perpetuamos es un legado insano.

Esta columna se publicó originalmente en el diario El Nuevo Día el 16 de junio de 2013.