(In)Seguridad económica

(In)Seguridad económica

Publicado el 12 de octubre de 2014

Jennifer Wolff
Directora de Programas
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Hace poco el académico norteamericano Michael Sherraden decía que Estados Unidos enfrenta un enorme reto de imaginación. Sherraden es un estudioso de la pobreza, la inseguridad económica, y los programas de apoyo a las familias de escasos recursos, y su reflexión se produjo al pasar revista sobre los enormes costos humanos que la recesión de 2007 tuvo y sigue teniendo sobre los pobres, los trabajadores, y los hogares de ingresos bajos norteamericanos. Para éstos, la nueva configuración de la economía ha dejado un nefasto legado de desigualdad, inseguridad e inmovilidad que obliga a replantear no solo cómo se piensa en la precariedad económica, sino cómo se conforman los programas de asistencia social, y a quienes se dirigen.

Su diagnóstico resulta muy apropiado para Puerto Rico, donde el deterioro de los últimos ocho años – durante los cuales la economía se ha reducido en un 12%, los activos financieros han decrecido por $ 67,000 millones, y al menos 125 mil puestos de empleo se han perdido – ha tenido repercusiones particularmente agudas para muchas familias.

El concepto de inseguridad económica

Las nuevas realidades implican que es preciso pensar en nuevas formas de atajar la precariedad económica de sectores cada vez más amplios. Si bien el concepto de ‘pobreza’ se refiere a la incapacidad de una familia de generar ingresos suficientes para cubrir sus necesidades mensuales, el concepto de ‘inseguridad’ incorpora otras variables.

Por ejemplo, muchas familias trabajadoras – trabajadores estacionales, empleados a tiempo parcial, o trabajadores en la economía informal – enfrentan fluctuaciones en sus ingresos, lo que los coloca en la difícil posición de no poder cubrir sus necesidades en periodos particulares del año. Estas familias usualmente recurren al endeudamiento para mantenerse a flote, lo que complica su panorama económico al largo plazo. En otros casos, los hogares generan ingresos estables pero a niveles tan bajos que apenas cuentan con recursos para enfrentar un imprevisto: la súbita pérdida de un trabajo o el advenimiento de una enfermedad puede generar una catástrofe económica. Estas familias viven en un estado de inseguridad financiera crónica, un concepto que se refiere a la ausencia de ahorros o activos líquidos suficientes para vivir y cumplir con sus obligaciones durante al menos tres meses en caso de una emergencia.

Se estima que el 45% de la población de Estados Unidos (casi la mitad de la población) vive en ese estado permanente de inseguridad económica. Las cifras son particularmente dramáticas si se considera que el 15% de la población norteamericana vive bajo el nivel federal de pobreza en términos de ingreso: al introducir el concepto de inseguridad económica la población que vive precariamente se triplica.

En Puerto Rico, donde la tasa de pobreza en términos de ingreso es de 45% (esto es, tres veces mayor que en Estados Unidos) puede pensarse que el nivel de vulnerabilidad económica abarca sectores aún más amplios de la población. Según la Encuesta de las Finanzas de los Hogares en Puerto Rico desarrollada por el Centro para una Nueva Economía, tanto como el 38% de los hogares carece de una cuenta bancaria, fundamentalmente porque carece de dinero suficiente para depositar. Y entre aquellos que cuentan con una cuenta de cheques o ahorros, la mediana tiende a estar en los cientos de dólares, una cantidad que difícilmente puede brindar estabilidad económica en caso de emergencia.

Un vuelco a los programas de apoyo

¿Cómo brindarle entonces seguridad económica a los sectores más vulnerables? Tradicionalmente, los programas de asistencia social se han enfocado en suplementar el ingreso de la población bajo el nivel de pobreza. Este enfoque asegura sus necesidades de consumo pero perpetúa su pobreza: los programas penalizan a aquellos que trabajan o ahorran porque los beneficios se eliminan o se reducen dramáticamente cuando la persona logra ahorrar más de $2,000 o aumenta su ingreso. Más aún, este tipo de programa obvia amplios sectores de ingresos bajos que aunque no están bajo el nivel estadístico de pobreza viven en estado de vulnerabilidad económica.

¿Qué opciones hay? Estudios recientes señalan que es preciso fomentar la acumulación de activos entre las personas de bajos ingresos. Hay tres medidas que pueden constituir la zapata de una plataforma de estabilidad y seguridad económica:

Primero: Reformular los programas de asistencia social (PAN y TANF, por ejemplo), a fin de que se eliminen las penalidades al trabajo y al ahorro y se incentive la auto-suficiencia. En Estados Unidos, 36 estados han eliminado los límites de activos para los recipientes del Programa de Asistencia Nutricional.

Segundo: Reinstaurar el Crédito por Ingreso Devengado, un crédito contributivo reembolsable para los trabajadores de bajos ingresos que fue eliminado del Código Contributivo local en junio pasado. El CID (EITC en inglés, Earned Income Tax Credit) es una de las medidas contributivas más importantes que pueden implantarse para incentivar el trabajo en la economía formal, reducir la regresividad de los impuestos sobre el consumo, y sentar las bases para la acumulación de activos en los sectores de bajos ingresos. El EITC es considerado como una de las iniciativas anti-pobreza más importantes de Estados Unidos: existe un programa federal (que no aplica a Puerto Rico), mientras que 26 estados incluyendo la capital federal, han implantado sus propios programas. En Puerto Rico, el Crédito por Trabajo tuvo apoyo bipartita – fue aprobado por la administración Acevedo Vilá y ampliado por la administración Fortuño – hasta su reciente eliminación. Casi medio millón de trabajadores de bajos ingresos (prácticamente la mitad de la fuerza laboral) participaba del programa.

Tercero: Fomentar las Cuentas Individuales de Desarrollo y Cuentas de Desarrollo Infantil para personas de bajos ingresos (Individual Development Accounts/IDAs, y Children’s Development Accounts/CDAs). Estas son cuentas suplementadas con fondos federales, estatales y dinero privado de fundaciones, corporaciones y entidades sin fines de lucro – que parean los depósitos que hacen los participantes, quienes deben comprometerse a utilizar los ahorros para fines educativos, comprar una residencia o capitalizar un pequeño negocio.

Entonces, si la realidad nos obliga a hacer cambios y tenemos opciones ¿por qué no aceptamos la invitación de Sherraden y dejamos volar la imaginación?

 

Esta columna fue publicada originalmente en El Nuevo Día el 12 de octubre de 2014