La degradación del debate público

La degradación del debate público

Publicado el 26 de octubre de 2014

Sergio portrait
Director de Política Pública
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Daniel Patrick Moynihan, el ya fallecido senador por el estado de Nueva York, solía decir que en Estados Unidos se estaba definiendo “la normalidad hacia abajo”. La implicación de su advertencia era que había que subir los estándares de lo que la sociedad norteamericana esperaba de sus ciudadanos, de sus universidades, de sus políticos, en fin, de todas sus instituciones, si se quería evitar la decadencia de esa sociedad. Parece que el tiempo le ha dado la razón.

En Puerto Rico ha sucedido algo muy similar con la calidad de nuestro discurso público. Cada año la vara se baja más y más. A la mayoría de los ciudadanos no les interesa hacer preguntas o cuestionar lo que hacen nuestros gobernantes y repiten como papagayos lo que dicen los “yihadistas de su partido”, como les llama Benjamín Torres Gotay. En el mejor de los casos exigen que se les explique todo en “arroz en habichuelas”, en 140 caracteres o menos, o en reseñas periodísticas que no excedan 500 palabras.

Este fenómeno es interesante porque, de acuerdo con las estadísticas oficiales, los niveles de escolaridad en Puerto Rico han aumentado significativamente durante los últimos cincuenta o sesenta años. Sin embargo, la calidad del discurso público en Puerto Rico, y en muchos otros países también, se ha deteriorado peligrosamente durante ese mismo periodo. Le sugiero que vaya a la biblioteca de la Universidad de Puerto Rico en Río Piedras y busque un microfilm de cualquier ejemplar del periódico El Mundo publicado en 1964. Se dará cuenta de inmediato que las noticias en aquel tiempo no se escribían en “arroz y habichuelas” y los editoriales y columnas de opinión usualmente excedían las 1,500 palabras. Todo esto en un Puerto Rico donde la tasa de escolaridad era aproximadamente la mitad de lo que es hoy.

¿Cómo se explica esta aparente paradoja? Creo que, como para todo fenómeno social, no existe una sola explicación sino que es el producto de la confluencia de varios factores. Primero, la educación primaria y secundaria en Puerto Rico, tanto en escuelas públicas como privadas, ha perdido su norte. El objetivo de esa educación debe ser, nos dice Meira Levinson, profesora en la Escuela Graduada de Educación de Harvard, en su libro No Citizen Left Behind (Harvard, 2012), “enseñarles a nuestros jóvenes el conocimiento y las destrezas para alterar y trastornar las relaciones de poder directamente, a través de acción cívica, pública y política”. Las escuelas no son centros de cuido sofisticados o de almacenamiento masivo de niños, ni lechoneras para embutirles el cerebro como morcillas con una mogolla de datos, fechas y eventos “históricos” de manera más o menos aleatoria. Son lugares para enseñarles a pensar, a discernir los buenos argumentos de los malos y para crearles una conciencia cívica, ética y moral de lo que implica (y significa) vivir en una democracia.

Segundo, se ha desvirtuado la misión de la Universidad de Puerto Rico, el centro de educación superior más importante del País. Esto se debe, en parte, a que la Universidad ha tenido que dedicar una cantidad cada vez mayor de recursos para remediar las deficiencias de los estudiantes que se gradúan de escuela superior con unas lagunas intelectuales enormes. En parte, a que se ha dedicado, especialmente durante los últimos treinta o cuarenta años, mayormente a entrenar empleados y gerentes para compañías multinacionales en vez de enseñar destrezas de pensamiento crítico. Y en parte también a la burocratización y politización de todo el sistema universitario público. El resultado ha sido dos, tal vez tres generaciones de puertorriqueños que se han acostumbrado a vivir sin pensar críticamente, y que no cuentan con la capacidad cívica, o la voluntad moral, necesaria para participar eficazmente en el debate público.

Tercero, los medios de comunicación también han contribuido ya que se han dedicado a entretener más que a informar, a reseñar crímenes de la manera más burda y sensacionalista, a repetir la propaganda de las oficinas de comunicación gubernamental y a darle tribuna a cualquier político de marquesina con tal de que diga una barbaridad que cause controversia.

El problema es que, para que una democracia moderna funcione adecuadamente, se necesita que los ciudadanos participen activamente en la polis. Los problemas que aquejan a una sociedad moderna son complicados y requieren un esfuerzo, aunque sea mínimo, por parte de los ciudadanos para entenderlos. Si no, el debate público se degrada inevitablemente.

Lamento informarle que la diferencia entre el IVU y el IVA no se puede explicar en 140 caracteres o menos; que entender las consecuencias de la degradación del crédito de Puerto Rico o de la reestructuración de por lo menos parte de nuestra deuda pública va a requerir que usted tenga que hacer un esfuerzo para educarse sobre estos temas; y que las deficiencias y las fallas que aquejan a la Autoridad de Energía Eléctrica no se pueden explicar en un “sound bite” y en “arroz y habichuelas”.

Si usted no está dispuesto a participar, educarse y pensar críticamente sobre los asuntos públicos que nos afectan a todos, entonces no se queje cuando su factura de luz siga aumentando, cuando le impongan un IVA de 15% sin explicarle la razón, cuando vaya al Centro Médico y tenga que esperar seis horas para que lo atiendan mientras se encuentra tirado en una camilla en el medio de un oscuro y tenebroso pasillo, o cuando no hayan maestros suficientes al comienzo de clases.

No se queje tampoco si las elecciones son una burla, si la impunidad y la corrupción son rampantes entre la clase gobernante y si la violación de los derechos civiles es constante, empezando por la corrupta Policía de Puerto Rico. En resumen, no se queje si en Puerto Rico todas las modalidades de rendición de cuentas son ineficaces, porque usted constituye una parte esencial del problema al no informarse bien y exigirles estándares de desempeño más rigurosos a nuestros oficiales públicos.

 

Esta columna fue publicada originalmente en El Nuevo Día el 26 de octubre de 2014.