Pobreza, oportunidades y sociedad

Pobreza, oportunidades y sociedad

Publicado el 23 de noviembre de 2014

Sergio portrait
Director de Política Pública
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Nuestra narrativa comienza en un apartamento pequeño, con poca luz y menos ventilación, en un barrio pobre en una colonia de una potencia Europea. Allí vivían cinco personas: la abuela, matriarca de la familia; su hijo mayor que apenas podía hablar debido a un impedimento físico; su hija mayor, que era sorda; y sus dos nietos, uno que trabajaba para una compañía de seguros y su hermano menor que todavía estaba en la escuela primaria. El padre de los niños murió durante la primera guerra mundial, cuando su hijo menor tenía apenas un año de nacido. La madre limpiaba casas para obtener algún ingreso, la vida era dura y difícil.

Al terminar la escuela intermedia la abuela le exige a su nieto menor que comience a trabajar para aportar a las precarias finanzas de su familia. Sin embargo, un maestro observador reconoció el potencial intelectual del joven y le ofrece darle tutorías gratis para que tome un examen para obtener una beca a una de las escuelas superiores elite. El muchacho estudia para el examen, obtiene la beca, se gradúa de escuela superior, y es aceptado en la universidad. Allí escribe una disertación sobre la relación entre la metafísica cristiana y el neoplatonismo.

Parece una película de Hollywood, pero le aseguro que no. Hago un alto aquí porque creo que lo que he narrado hasta ahora nos ofrece la oportunidad de explorar las distintas teorías sobre la pobreza y responsabilidad individual. Existen muchas teorías sobre la pobreza y sus causas, pero a grandes rasgos, y reconociendo que es una síntesis apretada, las podemos dividir en dos grandes grupos, las teorías que enfatizan la conducta individual y las teorías que se enfocan en las estructuras sociales.

Las teorías que enfatizan el comportamiento individual usualmente analizan las actitudes, incentivos, decisiones, y motivaciones personales para explicar la pobreza. La teoría económica neoclásica es un buen ejemplo de esta escuela de pensamiento ya que asume que todos los individuos somos absolutamente libres y capaces de tomar decisiones en el contexto de una economía de mercado que nos ofrece una multiplicidad de opciones.

En el lado opuesto se encuentran las teorías estructuralistas, mejor representadas por el Marxismo clásico, que propone que un sinnúmero de barreras estructurales generan desigualdad de oportunidades, pobreza y conflicto social, a la vez que facilitan la opresión de las clases pobres y la reproducción de esas estructuras por la clase capitalista. Algunos intelectuales en esta tradición han sustituido el concepto de clase, por los de raza, género, o etnicidad, y las diversas intersecciones entre éstos, para explicar patrones extremadamente complejos de desigualdad social.

Es importante señalar que no obstante las diferencias en el enfoque, ambos tipos de teoría contienen un importante componente normativo. Las teorías individualistas están imbricadas con el juicio moral de que las personas pobres padecen alguna deficiencia, ya sea de habilidad, educación, o moralidad, y deben, como se dice comúnmente, “ponerse para su número” y simplemente esforzarse más. De igual manera, las teorías estructuralistas están imbricadas con el juicio moral de que todas las estructuras sociales son manifiestamente injustas y deben ser subvertidas de alguna manera.

Existen numerosas teorías entre ambos polos que intentan explicar como cierto comportamiento a nivel micro determina contundentemente la posición de una persona en las estructuras económicas y sociales a nivel macro. Estos intentos de lograr una síntesis, sin embargo, han sido relativamente infructuosos ya que no han logrado explicar, por ejemplo, la razón por la cual existen tantas familias pobres que trabajan duro, que como dicen en ingles “play by the rules” y aún permanecen en la pobreza, o porque hay individuos que nacen con todas las ventajas del mundo y terminan siendo unos fracasados.

Estamos pues frente a un fenómeno social complejo. Lo que me sorprende es que el discurso público sobre la pobreza en Puerto Rico está sesgado marcadamente hacia las teorías individualistas, dejando en un segundo plano la importancia de las estructuras sociales. Me resulta curioso que algunos académicos, economistas, empresarios, políticos, y comentaristas asumen que si alguien es pobre es “porque no quiere trabajar”, “es un vago”, o prefiere ser “cuponero”, sin ningún tipo de evidencia. En su visión miópica del mundo, el que es pobre es porque quiere. Para ser justos, también hay un grupo, más pequeño pero muy vocal, que adjudica todos los males sociales de Puerto Rico a factores puramente estructurales, ya sea “el colonialismo”, “el capitalismo neoliberal”, o el “individualismo salvaje”, como si los seres humanos no tuviéramos injerencia alguna sobre la trayectoria de nuestras vidas.

Obviamente, y como demuestra la historia al principio de esta reseña, lo importante, y lo que hace este fenómeno difícil de analizar, es la interacción entre las variables—la conducta individual y las estructuras sociales. Podemos tener la sociedad más justa del mundo, pero si las personas no aprovechan las oportunidades que se le presentan, como lo hizo el muchacho de nuestra historia, no vamos a progresar mucho. Por otro lado, las personas pueden ahorrar, estudiar y trabajar hasta el agotamiento, pero si las estructuras sociales están cargadas con “la sedimentación de la discriminación del pasado”, en palabras de Melvin Oliver, no nos debe sorprender que se les haga muy difícil, por no decir imposible, dejar atrás la pobreza.

En Puerto Rico tenemos que prestarle más atención a la interacción entre las decisiones individuales y las estructuras sociales. Hasta que no comprendamos que la pobreza no es un estilo de vida, que ser pobre implica vivir en un estado constante de inseguridad física y económica, con poco o ningún acceso a una educación de calidad, y sin expectativas de movilidad social debido a la desigualdad de oportunidades producto de la desigualdad de resultados en las generaciones pasadas, no lograremos reducir la pobreza.

Ah, casi se me olvida, el muchacho de nuestra historia, el que casi deja la escuela, se llamaba Albert Camus. Premio Nobel de Literatura 1957.

 

Esta columna fue publicada originalmente en El Nuevo Día el 23 de noviembre de 2014.