Una mirada profunda a la complejidad migratoria
Publicado el 18 de enero de 2015
Director de Investigación
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Resulta extraño que en un país donde escasean la producción y divulgación de cifras necesarias y fiables exista una especie de obsesión con ciertos números. Más aún si el tema sobre el cual se contabiliza es uno espinoso, que levanta roncha e incomoda con facilidad como el de la migración boricua al extranjero.
Desde que el Buró del Censo declaró que Puerto Rico era una de dos jurisdicciones “estatales” encuestadas que habían perdido población durante la primera década del siglo, se desató una fascinación con computar el éxodo. El entusiasmo estadístico le abrió paso rápidamente a la confección de estribillos escandalosos y dramáticos que sirvieron para acentuar y darles calor a las frías cifras. Entre los más populares y terriblemente caricaturescos del catálogo se encuentran: “Gueto de viejos y pobres”, “un pueblo desangrado” y “fuga de cerebros”. La fórmula editorial funcionó, hasta cierto punto. Los cálculos y las frases trilladas alarmaron a las masas, generaron sensación y, más importante aún, ayudaron a engordar el morbo y los “ratings”. A pesar de sus éxitos relativos, el ejercicio no logró uno de los cometidos más necesarios: abrirle paso a una conversación seria sobre la complejidad de la migración isleña contemporánea. Sin lugar a dudas, diversas fuentes apuntan a que el número de personas que han decidido emigrar desde la isla hacia otras latitudes ha aumentado considerablemente durante casi una década, y a un paso más rápido que los que vienen de retorno o por vez primera. Con poco espacio para la ambigüedad, los datos indican que estamos ante una nueva ola migratoria, distinta a los otros grandes traslados que se dieron en las décadas del 1950 y 1960. Hasta ahí estamos casi todos en sintonía. No obstante, tan pronto pasamos de la descripción al análisis es que el asunto se complica.
Guiados, en parte, por informes alarmantes y empleando un tono extremadamente calamitoso, unos cuantos especialistas se han dedicado a dictar sentencias graves que equiparan a la emigración con una especie de apocalipsis tropical. En aras de convertir su sabiduría en soundbytes, y “picar alante”, han recurrido a examinaciones simplistas y conservadoras que poco a poco han sido desbancadas. El ejemplo más claro proviene del argumento errado de que la emigración dejaba a la isla sin cerebros, o mentes educadas. Analizado a la ligera y sin cuidado, el postulado inicial fue claramente refutado por dos estudios posteriores.
La discusión se ha centrado en interpretar los resultados preliminares del box score de un partido en progreso donde irremediablemente tiene que haber una ganador y un perdedor. Obsesionados con la cuantificación del asunto, se obvia con facilidad la idea de que la migración es un proceso que requiere ser entendido tomando en cuenta diversas perspectivas: la histórica, política, social, cultural, y de género, entre varias otras. Ciertamente, analizar la migración como proceso complica el debate, pues nos invita a pensar en las diversas dinámicas del vaivén, o cómo se producen y reproducen redes transnacionales que eslabonan coordenadas de “aquí” y “allá”. Visto de esta manera podemos dejar de tapar el sol con la mano para reconocer que muchas de nuestras historias colectivas e individuales están enmarcadas por las vueltas que seguimos dando a través de esa “puerta giratoria”, y que la migración no es simplemente el gran “cuco” de nuestra quebrada economía.
Nos debe preocupar la tendencia al reduccionismo miope, pues además de su inelegancia intelectual, ha inspirado pronunciamientos oficiales, proyectos legislativos, y políticas de estado. Preocupados por el supuesto abandono de las lumbreras nacionales, y la amenaza de que nunca más vuelvan a contribuir a las arcas estatales, varios legisladores y miembros del ejecutivo han ideado una gama de proyectos legislativos y propuestas que principalmente tienen como norte crear unos packages contributivos, y algunas penalidades, para detener el flujo de los más astutos y viriles. En vez de aprovechar la coyuntura para armar una política pública sensata que vincule a la migración con el desarrollo económico local, nuestros servidores públicos de alto nivel han elaborado un collage disparatado de medidas que incluyen, además de las ya mencionadas: impuestos a las remesas (mayormente dominicanas) que salen del país, y la creación de un paraíso fiscal para atraer inversionistas acaudalados dispuestos a hacer apuestas con nuestra economía y convertir a Puerto Rico en su nuevo Shangri-La financiero.
Vale la pena repetir el hecho de que existen numerosas pistas—en las experiencias de países como India, China, Marruecos y México, entre otros—sobre cómo elaborar una serie programas que les saquen partida a la ola migratoria para fomentar el desarrollo. Interesantemente, en el 1948 se creó un oficina de empleo y migración del gobierno de Puerto Rico que articuló una política pública y ejecutó varios programas de acercamiento a la diáspora. A pesar de que sirvió principalmente para fomentar procesos de asimilación y adelantar la agenda socioeconómica del ELA, es un precedente histórico autóctono. Sin embargo, y como sugieren algunos expertos, no se trata de calcar programas del extranjero y de antaño, sino de adoptar una nueva mentalidad que nos ayude a conocer mejor a nuestra diáspora contemporánea, generar confianza entre amplios sectores migrantes y trabajar mano a mano con algunos actores claves. Es decir, las novatadas están de más.
Necesitamos generar una nueva conversación transnacional sobre el tema migratorio. Este diálogo debe de partir una mirada distinta al fenómeno, una que rebase el histrionismo desmedido del relato mediático actual, que parece estar inspirado por la debacle migratoria relatada en La carreta de René Marqués. Cambiar la conversación no debe ser una tarea difícil, especialmente porque hoy contamos con estudios, reportajes, filmes, poemas, cuentos y temas musicales, y un enorme rastro de las relaciones entre los que se quedan y se van en las redes sociales, producidos dentro y fuera de la isla, que reconstruyen puentes sólidos entre nuestros múltiples lugares de origen y destino. Pero tampoco es un ejercicio fácil pues requiere una sensibilidad particular para entender que muchas de nuestras trabas, y la negación de que somos un pueblo migrante, emanan de una culpa por el abandono y a un sentido patrio trasnochado que venimos arrastrando hace décadas.
Esta columna fue publicada originalmente en El Nuevo Día el 18 de enero de 2015.