Washington

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Publicado el 11 de octubre de 2015

Sergio portrait
Director de Política Pública
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Cada país, independientemente de la forma que tome su gobierno, tiene sus propios códigos, símbolos, rituales y procesos políticos. Mientras más amplia y compleja sea la gama de asuntos e intereses que tiene atender y proteger ese gobierno, más complicados serán esos códigos y procesos.

Estados Unidos no es la excepción. Los fundadores de esa nación desconfiaban de las masas y de su influencia en un gobierno democrático y se encomendaron a la tarea de crear un gobierno republicano, con espacio para la participación ciudadana, pero a la misma vez limitando ese espacio a través de varios mecanismos y salvaguardas constitucionales. Crearon un sistema de gobierno en el cual, en la ausencia de una súper mayoría o una crisis nacional, resulta muy difícil que una facción o partido político pueda imponer su voluntad sin negociar o llegar a un acuerdo con otras facciones o partidos.

Primero, dividieron el poder gubernamental en dos esferas: la estatal y la federal. La línea de demarcación entre estas dos esferas es ambigua y ha sido objeto de debate desde la fundación de Estados Unidos, fue una de las causas de la Guerra Civil en esa nación, y todavía al día de hoy el Tribunal Supremo decide casos sobre el alcance y los límites del federalismo en el sistema norteamericano.

Segundo, el poder federal fue a su vez dividido en tres partes o “ramas” de gobierno: la legislativa, dividida a su vez en dos cámaras; la ejecutiva; y la judicial. El gobierno federal en esencia consiste de un complejo sistema de división de poderes y de pesos y contrapesos. Como bien nos recuerda el historiador John Lukacs en su libro Democracy and Populism: Fear and Hatred (Yale, 2005) el ideal de los fundadores era crear un “gobierno mixto”, que incluyera elementos de las tres formas de gobierno hasta entonces conocidas: la monarquía, la aristocracia, y la democracia.

El elemento “monárquico” está representado por el Presidente y sus poderes; el elemento “aristocrático” por (1) el colegio electoral (recordemos la elección del 2000); (2) por el Senado y los Senadores, que por más de 120 años no fueron electos directamente por los ciudadanos sino por las legislaturas estatales; y (3) por la Corte Suprema, cuyos miembros tienen nombramientos vitalicios; y el elemento “democrático” por la Cámara de Representantes.

El gobierno federal de Estados Unidos, pues, está diseñado para limitar la participación democrática, y fomentar hasta cierto punto, el antagonismo entre las tres ramas de gobierno.

De hecho, el poder relativo entre las tres ramas ha oscilado significativamente a través del tiempo. Por ejemplo, durante el primer siglo y medio después de su fundación el Congreso era por mucho la rama más poderosa. Esa situación cambió con la crisis de la Gran Depresión y las súper mayorías que obtuvo Franklin D. Roosevelt, quien expandió significativamente el alcance y el poder de la rama ejecutiva. El poder del Congreso se redujo relativo al del Ejecutivo, hasta la crisis de Vietnam, Watergate y la renuncia del Presidente Nixon. Ya para esa época científicos sociales e historiadores estaban hablando de una “presidencia imperial” que había que controlar. Y así lo hizo el Congreso, legislando restricciones al poder del Presidente como Comandante en Jefe de las fuerzas armadas y sobre el presupuesto federal, entre otras áreas.

Esa dinámica antagónica se ha exacerbado desde la década de los ochenta con una gran dosis de veneno partidista, en parte producto de las controversiales vistas de confirmación de Robert Bork y Clarence Thomas; el intento de residenciar al Presidente Clinton; y el surgimiento del “Tea Party”, entre otros eventos. El resultado ha sido una polarización extrema del proceso político norteamericano que cohíbe la colaboración necesaria para lograr acuerdos sobre política pública en asuntos de importancia. Esto, vuelvo y repito, en el contexto de un sistema diseñado desde el principio para que sea relativamente fácil detener la acción gubernamental.

Sabiendo esto, mis expectativas eran limitadas cuando recibí una llamada de la oficina del Senador Wyden (D-OR) para invitarme a deponer en las vistas públicas del Comité de Finanzas del Senado el pasado 29 de septiembre. Ciertamente no esperaba que se anunciara ese día un rescate financiero para el gobierno, y mucho menos un programa abarcador de legislación para Puerto Rico. El proceso para lograr cualquier cosa en Washington es largo, lento y tedioso. La vista pública del Comité de Finanzas fue simplemente una parte de ese proceso.

Si dejamos a un lado las teorías de conspiración y otras necedades que se han repetido a través de los medios de comunicación, mi apreciación después de conversar con varios de los asesores, tanto del Comité como de Senadores individuales, y que son más influyentes de lo que muchos puertorriqueños piensan, es que existe un interés genuino de tratar de entender lo que esta sucediendo en Puerto Rico y de “hacer algo” para ayudarnos.

Sin embargo, para llegar a ese entendimiento es necesario establecer un diálogo abierto, trasparente y honesto tanto con el Congreso como con representantes del Ejecutivo. Para que ese diálogo sea efectivo, es necesario crear un vocabulario que sea comprensible para ambas partes. De la misma manera que usualmente la primera sección de un contrato complicado consiste de la definición de los términos importantes, es necesario que tanto Puerto Rico como Washington creen ese vocabulario, que a su vez será la zapata para construir un lenguaje común entre las partes.

Y es aquí que creo que el gobierno de Puerto Rico ha fallado malamente. Para la gran frustración de analistas tanto en Puerto Rico como en Estados Unidos, la información financiera de Puerto Rico se presenta en un formato confuso y difícil de entender—hasta la Dra. Krueger que lleva décadas haciendo este tipo de análisis tuvo dificultades entendiendo los datos financieros del gobierno—más aún, cifras y números importantes cambian misteriosamente; y la información se publica de manera casi aleatoria, muchas veces con retrasos, o, como es el caso con los informes mensuales sobre la liquidez del BGF, simplemente se dejan de publicar un buen día sin explicación alguna.

Es en este contexto que yo interpreto los comentarios del Senador Hatch, quien, de hecho, ordenó estudios de trasfondo tanto al Congressional Research Service como al Joint Committee on Taxation en preparación para la vista pública. Su actitud, me parece, refleja la famosa frase “trust but verify” que usaba Ronald Reagan para caracterizar su visión de las negociaciones con la Unión Soviética. El gobierno de Puerto Rico tiene que presentar sus estados financieros auditados (CAFR), hablar con claridad, y dejar de decir una cosa aquí, otra en Washington, otra en Nueva York y otra a los inversionistas.

Habiendo dicho eso, entonces ¿qué podemos esperar? Honestamente, es difícil de pronosticar. Primero, porque lograr cualquier cosa en Washington en estos días es casi imposible. Segundo, porque hay demasiadas variables sin definir, entre ellas, cuál es la verdadera situación de liquidez del gobierno de Puerto Rico. Si el informe de Conway MacKenzie presenta un cuadro verídico de la situación de liquidez, entonces el gobierno de Puerto Rico no tiene muchas opciones a corto plazo: o consigue algún préstamo de emergencia o simplemente no podrá cumplir con todas sus obligaciones en diciembre y enero. Y finalmente, porque los puertorriqueños estamos divididos sobre cuál es la ruta a seguir para salir de esta crisis.

Dado todo lo anterior, veo dos escenarios probables a corto plazo. Bajo el primero, y más probable de los escenarios, el gobierno federal no toma acción alguna y simplemente deja que Puerto Rico se siga desangrando poco a poco. Bajo ese escenario se tendría que recurrir al impago para mantener en operación las funciones esenciales del gobierno, la economía seguiría en contracción y continuaría en aumento la emigración. Bajo el segundo escenario, el gobierno federal provee algún tipo de ayuda al gobierno de Puerto Rico a cambio de la imposición de una junta de control fiscal que se encargaría de las finanzas públicas de Puerto Rico por los próximos cinco o seis años. Acción que constituiría prueba irrefutable del fracaso de la política colonial de Estados Unidos en Puerto Rico y de los puertorriqueños en gobernarnos nosotros mismos.

Esta columna fue publicada originalmente en El Nuevo Día el 11 de octubre de 2015.