De resilencia a resistencia

De resilencia a resistencia

Publicado el 29 de julio de 2018 / Read in English

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Director de Investigación
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De resiliencia a resistencia

Los desastres naturales mayormente destruyen, pero también generan nuevos vocabularios que incluyen un revoltijo de acrónimos, y toda clase de conceptos técnicos que los sobrevivientes tenemos que aprender y asimilar rápidamente, como el término “resiliencia”. A pesar de que numerosos científicos y planificadores ambientales han definido, estudiado y debatido la capacidad de resiliencia en Puerto Rico por años, la palabra se ha popularizado rápidamente, no solo entre los círculos académicos, sino también en las narrativas de los oficiales públicos locales, en la mojiganga de los comentaristas de noticias y en los relatos de los medios noticiosos. Su notorio alcance demuestra un deseo común de querer armar una historia de superación, y revela nuestra afición por hablar con urgencia sobre la redención, especialmente luego de haber sobrevivido dos huracanes y apenas sobrellevar un período de recuperación catastrófico, marcado por la improvisación y el desdén colonial.

La “resiliencia” también se ha convertido en un término casi omnipresente entre los que ostentan el poder porque les permite referirse al trauma e incesante sufrimiento asépticamente, sin sentimentalismos y cursilerías. Con una palabra, pueden afirmar que nos cayeron a golpes, pero no nos rompieron el espinazo y notificarle al resto del mundo que vamos ripostar y a “build back better” para revertir los nefastos efectos de un shockclimatológico.

Según argumentan los planificadores Larry Vale y Thomas Campanella en el capítulo final del libro titulado “The Resilient City: How Modern Cities Recover from Disaster”, las narrativas de la resiliencia son políticamente necesarias porque los desastres desafían la competencia y la autoridad de los gobiernos que prometen cuidar nuestras vidas y procurar nuestra seguridad. Concebir a la reconstrucción como un relato de progreso y perseverancia ante la adversidad le sirve al estado para fortalecer su legitimidad, especialmente luego de un evento devastador que desestabiliza la infraestructura política y social. La retórica de la resiliencia, como nos recuerdan los autores, “no está exenta de la política, el interés propio o la discordia”. En los períodos post desastre, los gobiernos de turno —y el nuestro no está exento— usualmente aspiran a que los ciudadanos no se quiten, que se levanten y sigan hacia delante para que no se enfusquen en la angustia que generan el desbarajuste de los servicios básicos y la avalancha de fallas sistémicas.

De igual manera, los hombres y mujeres de negocio desean que el mundo sepa que están “open for business” y se esmeran en sustituir las imágenes del territorio a oscuras con campañas de publicidad que resaltan las oportunidades que surgen ante la adversidad. Pero, ciertamente, no todo el mundo se levanta, sigue pa’lante o mantiene la calma. Los pobres, los marginalizados y los desposeídos, aquellos que continuamente se enfrentan y combaten diversos shocks y estresores, rara vez son llamados a definir la narrativa oficial de la resiliencia. Ante esta situación, numerosos colectivos levantan la voz para denunciar cómo el discurso del “comeback” o el “Puerto Rico se levanta” les sirve a aquellos que buscan acallar los llamados urgentes a resistir, particularmente cuando los ánimos están caldeados y la gente está dispuesta a salir a la calle.

Comúnmente financiadas por entidades foráneas que buscan ejercer algún nivel de control e influencia, las campañas enfocadas en promover la resiliencia también son parte del vasto catálogo de enfoques e ideas que transitan, principalmente del Norte hacia el Sur, y forman parte de lo que la teórica Ananya Roy llama las “prácticas mundializantes de la planificación”. Estas prácticas se pueden entender como modelos o conocimientos especializados que sirven para avanzar soluciones que se supone que le brinden orden al caos o traigan la belleza a los paisajes reventados. Usualmente, las trafican poderosos actores globales, como empresas consultoras, entidades filantrópicas y otras instituciones multinacionales que operan en lo que los geógrafos Jamie Peck y Nik Theodore llaman “fast policy worlds”. Los actores que circulan en estos circuitos de peritaje global se caracterizan por recetar ideas y políticas prefabricadas e implementar soluciones experimentales en diversos escenarios locales. Visto desde este crisol, el vuelco reciente hacia la resiliencia forma parte de una larga tradición experimental boricua.

Desde los programas de modernización que comenzaron en la década del 1940 —que sirvieron para ensayar, con empresas estatales, la exportación de mano de obra excedente a través de la migración, y campañas de esterilización—hasta la creación del Estado Libre Asociado a mediados del siglo XX y la reciente imposición de una Junta de Control Fiscal bajo la Ley PROMESA, Puerto Rico ha servido como laboratorio social y político para numerosos intereses globales y coloniales. Lejos de identificar tratamientos fructíferos que sirvan para aliviar algunos de nuestros males, los grandes experimentos ejecutados en la isla, en su mayoría avanzados durante períodos de crisis, han hecho poco para atajar la pobreza, o contrarrestar la creciente desigualdad y corrupción.

Volviendo al auge de la resiliencia, queda claro que en su nombre se tratará de imponer e implementar prototipos y proyectos ideados por los mercaderes de ideas que navegan las aguas globales y recién desembarcan en la isla. Pero, distinto a lo que plantean sus críticos más acérrimos, no creo que la resiliencia sea un enfoque inútil o nocivo. El largo camino hacia la recuperación y la reconstrucción de la isla se puede emprender solamente si las comunidades y sus residentes logran sobrevivir y recuperarse luego de una catástrofe. Durante los pasados meses, hemos sido testigos de las gestiones solidarias e innovadoras de numerosos colectivos comunitarios que demostraron una capacidad impresionante para responder a emergencias, restablecer ciertos servicios básicos y crear redes de apoyo mutuo para hacerle frente a la dejadez y al deterioro de la capacidad gubernamental. Tomando en cuenta esas experiencias aleccionadoras, me parece que la resiliencia nos sirve para reflexionar sobre nuestros límites, y así inspirarnos a cuestionar y movilizarnos en contra de las asimetrías de poder, hacer valer nuestros derechos e, incluso, provocar que practiquemos la resistencia.

Esta columna fue publicada originalmente en El Nuevo Día el día 29 de julio de 2018.