El que mucho promete, mucho olvida

El que mucho promete, mucho olvida

Publicado el 26 de octubre de 2020 / Read in English

Directora - Oficina Washington, D.C.
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En un momento tan doloroso como este, en el que el mundo experimenta semejante pandemia, vale recordar que Puerto Rico atraviesa una situación aún más delicada. Hay toda una generación en la isla que solo conoce la palabra “crisis”. Crisis energética, escolar, sanitaria, financiera, económica, política, criminal, y cívica, entre muchas otras que van sumando una lista cada vez más larga. Por si todo eso fuera poco, están también las debacles de las que podríamos denominar no humanas, en las que contamos, en menos de tres años, dos huracanes, terremotos, sequías y el COVID-19.

Quizás por eso se nos hace difícil recordar que, hace solo cuatro años, ya nos enfrentábamos a otra serie de retos que nos parecían insuperables. En 2015, ya iban sonando las alarmas de un gobierno que se quedaba sin liquidez, y que corrían peligro no solo sus pagarés sino también su capacidad para ofrecer servicios básicos. Importante también recordar que antes de que se promulgara la ya tan conocida ley federal PROMESA, Puerto Rico no contaba con herramientas legales para salir de aquel abismo fiscal. Las había perdido en 1984 cuando el Congreso de los Estados Unidos optó por excluir a Puerto Rico del Código de Quiebras; y aunque la isla intentara crear su propia ley de reestructuración en 2014, mejor conocida como la “Quiebra Criolla”, fue otra vez el gobierno federal, esta vez mediante su Corte Suprema, que tachó ese decreto local en 2016.

De ahí nace PROMESA, para cubrir el vacío legal de un Puerto Rico que no tenía a la mano un marco para refinanciar deudas insostenibles. Deudas que, ante su impago, provocarían una lluvia torrencial de litigios. Pero para poder quebrar, habría una condición muy importante: hacerlo bajo el mando de una junta de control fiscal que, además, tendría poderes amplios para influir en todo tipo de asuntos fiscales.

Desde entonces, ha llovido, y mucho. Hoy por hoy, se van despidiendo cuatro de los siete miembros originales que habían compuesto la junta desde el 2016, y nos dejan con un proceso de quiebra que aún está muy verde, así como una agenda de austeridad, consolidación y privatización gubernamental que, hasta la fecha, tampoco rinde frutos. También nos delegan una serie de pactos de reestructuración que terminaron favoreciendo a los bonistas, y que muy dudosamente serán sostenibles a largo plazo.

Por eso, ahora que se avecina un nuevo elenco en la Junta, me parece preciso recordar que PROMESA y su creador, el gobierno federal, se han quedado enormemente cortos a la hora de abordar el calvario que viene atravesando Puerto Rico hace tantos años. Me parece preciso recordar que el gobierno federal solo intervino para dotar a Puerto Rico con capacidad de quiebra, pero no con herramientas para estimular la economía. Me parece preciso recordar que Puerto Rico quedó mayormente amordazado mientras se confeccionaba PROMESA, sobre todo porque los bonistas persuadieron al Congreso exitosamente de que Puerto Rico no era de fiarse. Y me parece preciso recordar que Puerto Rico, como siempre, se convirtió en un balón político, con un bando demócrata que se oponía a la imposición de una junta, y otro republicano que se negaba a apoyar el acceso a la quiebra de no ser bajo el mando de esa junta.

Cuatro años después, las costuras de PROMESA se hacen evidentes. Lo eran desde su génesis. Imposible pretender que el mero escudo legal provisto por PROMESA y una junta que solo ha sabido recetar austeridad, fueran a provocar, como por arte de magia, crecimiento económico. Eso sin contar con el despilfarro de pagos millonarios a consultores y abogados, que bien podrían haberse invertido en contrataciones locales y permanentes, para al menos así aportar un granito de arena a nuestra economía. No es casualidad que el futuro de Puerto Rico siga siendo tan incierto, como tampoco lo es el flaquísimo apoyo popular con el que cuenta la junta hoy.

El gobierno federal tiene que asumir responsabilidades que vayan mucho más allá de una deuda morosa. Hace décadas que a Puerto Rico lo acecha una enorme pobreza y un crecimiento económico deficiente. El gobierno federal solo otorga ayudas cuando ya no queda remedio, cuando estamos al borde del colapso; y aún así, nos socorren a medias, temporeramente y con severas restricciones. Ese afán de castigo no nos permite crecer, y menos responder a semejantes desastres como la pandemia, o tantas otras crisis que se harán más catastróficas y frecuentes con el calentamiento global, entre ellas huracanes, sequías, inundaciones, oleadas de calor y erosiones costeras.

Queda más que comprobado que Puerto Rico está en una notable desventaja en relación al resto de Estados Unidos, pues tiene poco o ningún acceso a una amplia gama de programas federales para luchar en contra de la pobreza y fomentar el desarrollo económico. Con suerte, Puerto Rico cuenta con una seguidilla de parchos legislativos para acceder, temporera y limitadamente, a ciertas ayudas. En ese sentido, PROMESA no fue la excepción.

Por eso es tan fundamental que se enmienden diversas leyes y regulaciones federales para incluir a Puerto Rico como corresponde. Si algo nos ha demostrado la pandemia, es que son las inversiones –y no los recortes– en servicios públicos e infraestructura las que permiten que países y gobiernos operen efectivamente, sobre todo en momentos de crisis. Los huracanes que azotaron a Puerto Rico en 2017 mermaron aún más sus capacidades para hacer buen gobierno y repagar deudas. Con los terremotos y la pandemia de 2020, menos margen de maniobra queda.

Antes de considerar cualquier acuerdo de deuda, primero hay que poner la casa en orden. Para ello, Puerto Rico no solo necesita poner en marcha un modelo económico contundente, sino también dotar al gobierno de buen liderazgo, mayor transparencia y rendición de cuentas, y vocación cívica. La isla no aguanta más y necesita una transformación radical. Las promesas vacías, ya sean leyes o estribillos políticos, no bastarán.

Esta columna fue publicada originalmente en El Nuevo Día el día 25 de octubre de 2020.